Es habitual que cuando una película de acción funciona aceptablemente bien, le siga en un plazo más o menos breve de tiempo una secuela que imite en todo a aquella primera parte. Para ser más exactos no es una imitación, es una exageración, pero de lo ya visto. Si en la primera mueren treinta, en la segunda trescientos. Si en la primera hay una escena de lucha contra un ninja, pues la segunda parte tendrá dos escenas con cinco ninjas. Si en Alerta máxima van en barco, en esta segunda van en tren, y fijo que la tercera, si la hubiese sucederá en un autobús, un monovolumen, un triciclo o un patín de playa. Siempre más, pero siempre peor. Además, claro está, de los homenajes a la película primera.

Claro, que con estos homenajes se libran de medio guión. La primera tenía guión, pues esta segunda parte tiene la mitad. Y contando que las segundas partes siempre tienen más peleas y más largas y aparatosas, pues menos frases para los actores.

Todo esto a lo único que beneficia es a los momentos de acción, y con un Seagal espléndido con sus aikidos y sus judos con esos movimientos lentos como quien moldea un delfín en la arena de la playa y certeros y dañinos como quien lo pisotea a mala hostia después. Es lo que Seagal sabe hacer y se le da como a pocos. Es uno de los grandes en esto de los mamporros hasta tal punto que si esta secuela vale algo es porque es el cocinero con más mala uva de ese lado del Mississipi.