Lo tenían todo. Tenían un texto siniestro de (Estifen king) que adaptar, un pueblo abandonado con un maizal donde esconder sus inquietantes sombras paticortas, niños armados con puñales y hoces sin afilar del todo y con una cara de estar maldecidos por sus tutores legales y de un poder acercarse al agua bendita ni al rosario de la abuela a menos que quieran derretirse con un grito horrible mientras prometen volver y agobiarte en sueños, incluso tenían un singular y casi treintañero actor cuya insólita enfermedad le hacía aparentar ser un niño diabólico de diez años, tenían una banda sonora con un coro de voces blancas malignas que concordaba con las doce próximas pesadillas que superarían en sudores fríos y lamparitas encendidas que tuviste con Pesadilla en Elm Street y La Profecía. Lo tenían todo, todo menos dinero y calidad para hacer con el resto de factores una película de terror de lo más decente, una peli que nos acechara al acercarnos por casualidad al campo de maíz de nuestro tío del pueblo y que nos haría temer a nuestros primos pequeños cuando jugaran con sus espadas de madera a rebanarse el cuello mientras nos miran y ríen con una de esas sonrisas que creeríamos que esconde algo porque Isaac les ha comido el coco a todo el parvulario del colegio más cercano.