Por lo común el cine independiente estadounidense suele contar historias ácidas y difíciles, como la que relata Tamara Jenkins en este film. Son relatos poco comunes en el cine americano.

En este caso habla de la demencia del anciano padre de familia Savages, un desvarío que le produce un comportamiento arisco y desagradable. Y justamente, su enfermedad es la causante de que sus hijos, Wendy (Laura Linney) y Jon (Philip Seymour Hoffman), que no se veían desde años atrás, de nuevo deban convivir juntos para ocuparse del padre demente con el cual tampoco mantenían relación desde hacía veinte años. Esta nueva convivencia forzada hará que los protagonistas expongan entre ellos el pesimismo que arrastran ambos en sus vidas, de modo que la narración va creando un encuadre en el cual se reflexiona sobre sus desgraciadas existencias, lo cual, poco a poco, conduce a los personajes en pos de una vida más reconfortante.

Aborda también el difícil paso a la muerte tras la larga, penosa y progresiva enfermedad del padre y su irreversible mal. A pesar de asistir al decaimiento físico y mental de un ser querido, Tamara Jenkins extrae una visión alentadora, a caballo entre el drama y la comedia, en el punto medio igualmente de los dos hijos protagonistas.

Magníficas interpretaciones de los hermanos encarnados por una brillante Laura Linney y un siempre genial Philip Seymour Hoffman. Pero también excelentes los trabajos de Philp Bosco, Peter Friedman o Gbenga Akinnagbe.

Concluyendo, guion muy interesante de la misma Tamara Jenkins, encomiable franqueza y credibilidad de los trabajos actorales, sobre todo de los dos protagonistas principales; todo ello consigue un profundo retrato sobre la finitud de la vida, el paso de los años, el autoengaño, el arrojo, el aislamiento, la cobardía, la felicidad y ese principal arbotante de la vida que es sentirse orgulloso de uno mismo.