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Voto de Ludovico:
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Drama
Un cineasta griego, exiliado en los Estados Unidos, regresa a su ciudad natal para emprender un apasionante viaje. De Albania a Macedonia, de Bucarest a Constanza (Rumanía), a través del Danubio hasta Belgrado y por fin a Sarajevo. En su camino se cruza con su propia historia, con el pasado de los Balcanes, con las mujeres que podría amar. Espera recobrar con estas imágenes olvidadas la inocencia de la primera mirada... (FILMAFFINITY)
19 de febrero de 2018
23 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
La obra de Angelopoulos podría calificarse como una obra de resistencia, siempre a contrapelo de las tendencias de la historia. Desdeñando los esquemas narrativos convencionales procedentes de Hollywood, y a distancia de todas las aventuras vanguardistas, construyó un estilo personal, basado en el plano largo, subvirtiendo los esquemas convencionales de la causalidad y desmontando la continuidad cronológica para construir nuevas arquitecturas de la temporalidad, donde pasado, presente y futuro abandonan la linealidad literal para convertirse en las aristas simultáneas de una temporalidad poliédrica.
La filmografía de Angelopoulos, formada por trece largometrajes, es, en mi opinión, uno de los intentos más sólidos y coherentes, si no el que más, de integrar cinematográficamente mito e historia. Partiendo siempre de las estructuras míticas que le proporcionan especialmente los relatos homéricos y la tragedia ática, en especial Esquilo y Sófocles, injerta en ellas elementos históricos relacionados con la historia de Grecia o de los Balcanes a lo largo del siglo XX.
Esta perspectiva integradora preside toda su obra, pero a partir de «Viaje a Citera» (1983), su sexta película, se produce un cambio de rumbo ideológico: la historia deja de ser para él historia meramente política, protagonizada por agentes colectivos; es cierto que sus personajes nunca habían llegado a tener ese carácter arquetípico propio del teatro de Brecht, pero su individualidad había sido siempre sacrificada a su función colectiva. A partir de «Viaje a Citera» las figuras personales experimentan un proceso de humanización, se individualizan y adquieren un papel dominante. Las estructuras míticas, en cualquier caso, se mantienen, y si antes habían sido el cauce para la lectura de los avatares de la historia política, a partir de ahí van a ser la clave que hace inteligibles, fundamentalmente, las trayectorias personales.
Buena parte de la obra de Angelopoulos se desarrolla en torno a la idea del viaje («El viaje de los comediantes», «Viaje a Citera», «El apicultor», «Paisaje en la niebla»...), tema mítico, tratado innumerables veces por el cine, y banalizado casi siempre, en la misma medida en que el viaje iniciático cedía el paso al banal vagabundeo turístico. «Al principio Dios creó el viaje...», «...luego vinieron la duda y la nostalgia», son las palabras que el protagonista —un cineasta sin nombre en el film, «A» en el guión— y su amigo Nikos intercambian a modo de saludo. El viaje de «A» se emparenta con el de Ulises, aunque no estamos ante ninguna versión de la Odisea, que aquí es más bien motivo de inspiración para la estructura general de la película y de ciertas referencias eventuales, que tratan de recoger la esencia del relato homérico pero no de reproducir su trama. Así, por ejemplo, las cuatro mujeres que conoce en su trayecto se pueden poner en correspondencia, como se ha señalado en numerosas ocasiones, con las Penélope, Calipso, Circe y Nausica del relato homérico, e Ivo Levy, el conservador de la filmoteca de Sarajevo, podría relacionarse con Alcínoo. Como en la tragedia clásica, en cada personaje se expresa una forma de ver el mundo.
Las primeras imágenes del film corresponden a cuatro planos rodados por los hermanos Manakis en 1905, recogiendo el trabajo de un grupo de hilanderas, y que podrían ser la primera película rodada en los Balcanes. Pero «¿es realmente esa la primera película, la “primera mirada” que el cine griego dirige hacia el mundo?», se pregunta la voz en off del protagonista. Un fundido encadenado enlaza con una secuencia en la que se narra la muerte de Yannakis Manakis y donde «A» se entera de la posible existencia de tres bobinas nunca reveladas, una película que sería anterior a la de las hilanderas. Secuencia breve pero de gran complejidad narrativa donde se reúnen y se mezclan con total normalidad temporalidades distintas, una de las señas de identidad del cineasta.
Se propone así el objetivo material del viaje: encontrar esas hipotéticas bobinas. No se trata de una tarea arqueológica. Lo que importa no es tanto el hallazgo de un documento histórico cuanto la recuperación de una mirada perdida, originaria, supuestamente inocente: posible mirada primordial en la que sustentar un nuevo comienzo a fin de eludir los desastrosos errores cometidos desde entonces. La necesidad histórica de recuperar esa mirada coincide con la necesidad personal de «A» de recuperar su propia mirada, que perdió junto al templo de Apolo, cuando constató que era incapaz de comprender, que todo había dejado de tener sentido para él, que la realidad no era más que un inmenso vacío negro, tal y como recogía su cámara. «A» piensa que si recupera esa mirada original del cine de su país, podrá recuperar también su propia mirada perdida. Las imágenes de los Manakis son modelo de la imagen pura, no contaminada, cuyo estado de latencia, aún sin revelar, garantizan que no han sido utilizadas con ningún propósito espurio. «A» quiere recuperar las imágenes del pasado y buscar en él una forma nueva de entender la vida. El proyecto tiene, pues, una doble dimensión: es una búsqueda espacial siguiendo el trayecto físico que puede haber seguido la película de los Manakis, pero es también una búsqueda en el tiempo, viaje interior del protagonista por la topografía imaginaria de su memoria.
El punto de partida es la constatación de «A» de su situación de crisis. En el episodio de Flórina le vemos ajeno a la realidad exterior, conducido de un lado para otro por sus acompañantes, que con frecuencia le llevan significativamente agarrado por el brazo y como tirando de él. Solo cuando se sumerge en el mundo de los recuerdos que le evoca la ciudad y ve pasar a su lado a la mujer en la que cree reconocer a la que años atrás abandonó, y a la que prometió regresar, parece adquirir autonomía. «A» está cansado de ser arrastrado por los vaivenes de la historia.
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La filmografía de Angelopoulos, formada por trece largometrajes, es, en mi opinión, uno de los intentos más sólidos y coherentes, si no el que más, de integrar cinematográficamente mito e historia. Partiendo siempre de las estructuras míticas que le proporcionan especialmente los relatos homéricos y la tragedia ática, en especial Esquilo y Sófocles, injerta en ellas elementos históricos relacionados con la historia de Grecia o de los Balcanes a lo largo del siglo XX.
Esta perspectiva integradora preside toda su obra, pero a partir de «Viaje a Citera» (1983), su sexta película, se produce un cambio de rumbo ideológico: la historia deja de ser para él historia meramente política, protagonizada por agentes colectivos; es cierto que sus personajes nunca habían llegado a tener ese carácter arquetípico propio del teatro de Brecht, pero su individualidad había sido siempre sacrificada a su función colectiva. A partir de «Viaje a Citera» las figuras personales experimentan un proceso de humanización, se individualizan y adquieren un papel dominante. Las estructuras míticas, en cualquier caso, se mantienen, y si antes habían sido el cauce para la lectura de los avatares de la historia política, a partir de ahí van a ser la clave que hace inteligibles, fundamentalmente, las trayectorias personales.
Buena parte de la obra de Angelopoulos se desarrolla en torno a la idea del viaje («El viaje de los comediantes», «Viaje a Citera», «El apicultor», «Paisaje en la niebla»...), tema mítico, tratado innumerables veces por el cine, y banalizado casi siempre, en la misma medida en que el viaje iniciático cedía el paso al banal vagabundeo turístico. «Al principio Dios creó el viaje...», «...luego vinieron la duda y la nostalgia», son las palabras que el protagonista —un cineasta sin nombre en el film, «A» en el guión— y su amigo Nikos intercambian a modo de saludo. El viaje de «A» se emparenta con el de Ulises, aunque no estamos ante ninguna versión de la Odisea, que aquí es más bien motivo de inspiración para la estructura general de la película y de ciertas referencias eventuales, que tratan de recoger la esencia del relato homérico pero no de reproducir su trama. Así, por ejemplo, las cuatro mujeres que conoce en su trayecto se pueden poner en correspondencia, como se ha señalado en numerosas ocasiones, con las Penélope, Calipso, Circe y Nausica del relato homérico, e Ivo Levy, el conservador de la filmoteca de Sarajevo, podría relacionarse con Alcínoo. Como en la tragedia clásica, en cada personaje se expresa una forma de ver el mundo.
Las primeras imágenes del film corresponden a cuatro planos rodados por los hermanos Manakis en 1905, recogiendo el trabajo de un grupo de hilanderas, y que podrían ser la primera película rodada en los Balcanes. Pero «¿es realmente esa la primera película, la “primera mirada” que el cine griego dirige hacia el mundo?», se pregunta la voz en off del protagonista. Un fundido encadenado enlaza con una secuencia en la que se narra la muerte de Yannakis Manakis y donde «A» se entera de la posible existencia de tres bobinas nunca reveladas, una película que sería anterior a la de las hilanderas. Secuencia breve pero de gran complejidad narrativa donde se reúnen y se mezclan con total normalidad temporalidades distintas, una de las señas de identidad del cineasta.
Se propone así el objetivo material del viaje: encontrar esas hipotéticas bobinas. No se trata de una tarea arqueológica. Lo que importa no es tanto el hallazgo de un documento histórico cuanto la recuperación de una mirada perdida, originaria, supuestamente inocente: posible mirada primordial en la que sustentar un nuevo comienzo a fin de eludir los desastrosos errores cometidos desde entonces. La necesidad histórica de recuperar esa mirada coincide con la necesidad personal de «A» de recuperar su propia mirada, que perdió junto al templo de Apolo, cuando constató que era incapaz de comprender, que todo había dejado de tener sentido para él, que la realidad no era más que un inmenso vacío negro, tal y como recogía su cámara. «A» piensa que si recupera esa mirada original del cine de su país, podrá recuperar también su propia mirada perdida. Las imágenes de los Manakis son modelo de la imagen pura, no contaminada, cuyo estado de latencia, aún sin revelar, garantizan que no han sido utilizadas con ningún propósito espurio. «A» quiere recuperar las imágenes del pasado y buscar en él una forma nueva de entender la vida. El proyecto tiene, pues, una doble dimensión: es una búsqueda espacial siguiendo el trayecto físico que puede haber seguido la película de los Manakis, pero es también una búsqueda en el tiempo, viaje interior del protagonista por la topografía imaginaria de su memoria.
El punto de partida es la constatación de «A» de su situación de crisis. En el episodio de Flórina le vemos ajeno a la realidad exterior, conducido de un lado para otro por sus acompañantes, que con frecuencia le llevan significativamente agarrado por el brazo y como tirando de él. Solo cuando se sumerge en el mundo de los recuerdos que le evoca la ciudad y ve pasar a su lado a la mujer en la que cree reconocer a la que años atrás abandonó, y a la que prometió regresar, parece adquirir autonomía. «A» está cansado de ser arrastrado por los vaivenes de la historia.
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SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
A partir de Flórina, una serie de etapas: Albania, Monastir, Skopje, la frontera búlgara, Bucarest, Constanza, el Danubio, Belgrado y, por último, Sarajevo, en cuya semiderruida filmoteca se encuentran las bobinas. Laberíntico periplo —recuérdese el origen iniciático de los laberintos— por la geografía de los Balcanes con abruptos saltos en el tiempo: en la frontera búlgara —con el protagonista proyectado medio siglo atrás y transformado en Yannakis Manakis— o en la estación de Bucarest y el viaje a Constanza —motivo del famoso plano secuencia en el que asistimos a tres finales de tres años diferentes—. ¿Sueño? Tal vez, pero sueño del personaje o construcción imaginativa de su creador, poco importa, pues la radical diferencia de estatus ontológico que comúnmente se atribuye a sueños y rememoraciones, por un lado, y a la «realidad», por otro, carece aquí de sentido.
Tras remontar el Danubio con la gigantesca estatua de un Lenin descuartizado, «A» llega a Belgrado. En Constanza había tenido ocasión de revivir y «reintegrar» los años de su infancia; en Belgrado, con su viejo amigo Nikos, revive los años de juventud, en París, en la década de los sesenta, tiempo de utópicas esperanzas de cambio social tan intensas como fugaces: «Nos dormimos suavemente en un mundo y nos despertamos abruptamente en otro». Episodio marcado por un intenso sentimiento de nostalgia, «A» y Nikos rememoran los anhelos más profundos y los desencantos más dolorosos que ambos comparten y a los que rinden homenaje en ese brindis «por las esperanzas rotas, por el mundo que no se inmuta, a pesar de nuestros sueños».
En Sarajevo, donde se encuentran las bobinas perdidas, «A» conocerá a Ivo Levy, encargado de la semiderruida filmoteca, y a su hija Noemí. A instancias de «A», Levy, experto en revelado de antiguas películas, dedicará sus esfuerzos a las bobinas de los Manakis. En una de las escenas más comentadas del film —un plano secuencia de algo más de siete minutos— Ivo Levy y sus familiares son asesinados, aunque la niebla nos impedirá ver los hechos; tan solo escucharemos sus voces, y los veremos, ya muertos, cuando A los descubre, tendidos en el suelo. Angelopoulos, fiel a la tradición de la tragedia griega, no muestra directamente la violencia en escena, tradición rigurosamente invertida por la truculencia obscena del actual cine de consumo.
Al final, «A» regresará a la filmoteca y contemplará la proyección de las tres bobinas que su amigo había conseguido revelar antes de morir. Pero no es ese, evidentemente, un final feliz. «A» no reencuentra a su Penélope y llega al final del viaje para comprender, tal vez, que no existe una Ítaca en la que descansar; que, como había dejado grabado Levy, rememorando el poema de Rilke, la vida se vive «en círculos crecientes», trayectoria a lo largo de una espiral cada vez más amplia en la que la conquista de la madurez solo se logra a costa de sufrimiento. ¿Hay un término para esos círculos crecientes? ¿O es una condena sísifica, sin final, como también podría indicar la frase «en mi final está mi comienzo»? Angelopoulos no da la respuesta, sin duda porque no la conoce, y prefiere mantenerse en la indefinición antes que ceder a la tentación de tranquilizadoras creencias autoimpuestas, en un sentido o en otro. Viaje, pues, iniciático en pos del conocimiento, pero no viaje místico que culmine en la fusión con algún absoluto inefable; parece que Angelopoulos, aunque distanciado del materialismo, no llegó a contemplar esta posibilidad, aunque tampoco la negara explícitamente. Plantea su duda y su temor: quizá el ser humano no pueda escapar a la historia, y acaso el necesario descenso a sus círculos infernales, cada vez más profundos, no proporcione más que el insuficiente consuelo de la lucidez...
Tras remontar el Danubio con la gigantesca estatua de un Lenin descuartizado, «A» llega a Belgrado. En Constanza había tenido ocasión de revivir y «reintegrar» los años de su infancia; en Belgrado, con su viejo amigo Nikos, revive los años de juventud, en París, en la década de los sesenta, tiempo de utópicas esperanzas de cambio social tan intensas como fugaces: «Nos dormimos suavemente en un mundo y nos despertamos abruptamente en otro». Episodio marcado por un intenso sentimiento de nostalgia, «A» y Nikos rememoran los anhelos más profundos y los desencantos más dolorosos que ambos comparten y a los que rinden homenaje en ese brindis «por las esperanzas rotas, por el mundo que no se inmuta, a pesar de nuestros sueños».
En Sarajevo, donde se encuentran las bobinas perdidas, «A» conocerá a Ivo Levy, encargado de la semiderruida filmoteca, y a su hija Noemí. A instancias de «A», Levy, experto en revelado de antiguas películas, dedicará sus esfuerzos a las bobinas de los Manakis. En una de las escenas más comentadas del film —un plano secuencia de algo más de siete minutos— Ivo Levy y sus familiares son asesinados, aunque la niebla nos impedirá ver los hechos; tan solo escucharemos sus voces, y los veremos, ya muertos, cuando A los descubre, tendidos en el suelo. Angelopoulos, fiel a la tradición de la tragedia griega, no muestra directamente la violencia en escena, tradición rigurosamente invertida por la truculencia obscena del actual cine de consumo.
Al final, «A» regresará a la filmoteca y contemplará la proyección de las tres bobinas que su amigo había conseguido revelar antes de morir. Pero no es ese, evidentemente, un final feliz. «A» no reencuentra a su Penélope y llega al final del viaje para comprender, tal vez, que no existe una Ítaca en la que descansar; que, como había dejado grabado Levy, rememorando el poema de Rilke, la vida se vive «en círculos crecientes», trayectoria a lo largo de una espiral cada vez más amplia en la que la conquista de la madurez solo se logra a costa de sufrimiento. ¿Hay un término para esos círculos crecientes? ¿O es una condena sísifica, sin final, como también podría indicar la frase «en mi final está mi comienzo»? Angelopoulos no da la respuesta, sin duda porque no la conoce, y prefiere mantenerse en la indefinición antes que ceder a la tentación de tranquilizadoras creencias autoimpuestas, en un sentido o en otro. Viaje, pues, iniciático en pos del conocimiento, pero no viaje místico que culmine en la fusión con algún absoluto inefable; parece que Angelopoulos, aunque distanciado del materialismo, no llegó a contemplar esta posibilidad, aunque tampoco la negara explícitamente. Plantea su duda y su temor: quizá el ser humano no pueda escapar a la historia, y acaso el necesario descenso a sus círculos infernales, cada vez más profundos, no proporcione más que el insuficiente consuelo de la lucidez...