Soy fan. Le adoro por su florida dramaturgia, la potente expresividad de su cámara, su gamberrismo imbécil, sus desmelenes excesivos, sus magníficos personajes, su habilidad para dirigir actores, su pintoresco tino para repescar viejas glorias, tanto humanas (¡Don Johnson, caray!) como polifónicas… y Django tiene de todo esto, en cantidades industriales. ¿Cómo no va a parecerme notable esta película?
Me lo parece, pero por dioss… ¡apaga el casete, Quentin! Los delirios musicales a los que nos somete en esta ocasión Tarantino, me parecen un desatino.

Su arrolladora personalidad conlleva inherentes excesos, lo sabemos, pero… ¿no se hace un poco abusiva la secuencia del tiroteo? Rompe el ritmo de la historia, y pasa de graciosa a petarda, en mi opinión. Pero claro, no olvidemos que nos están contado la historia de Sigfrido, aquel héroe que tenía que salvar a su dama de las garras de un malvado dragón, en cuya sangre, cuenta la leyenda, nuestro héroe se hubo de rebozar generosamente para convertir su cuerpo en invulnerable...
¿Es un western? No lo sé, pero lo dudo. Las pelis del oeste disfrutan de un escueto catálogo de temáticas, a saber: los héroes o buscan oro, o asaltar un tren, o una tierra para establecerse, o venganza de algún tipo, sobre todo contra los indios; pero rescatar a su amor verdadero, si no me equivoco, no lo buscó pistolero alguno (salvo, tal vez, Eastwood en Dos mulas y una mujer, que era un western muy atípico) Así que, me parece que esto es más bien un cuento de hadas, chúpate esa.

Sea lo que sea, aquí tenemos la enésima chorrada de Tarantino, otra Obra de Arte que mola que te cagas, gracias, por supuesto, a su enferma cabecita, pero también a Christoph Waltz, tipo carismático donde los haya, y a Leonardo DiCaprio, un hombre del que hace no mucho huía como de la peste, y que ahora me parece un actorazo incontestable.