Quizá fuera que la televisión no anduviese fina aquella mañana, porque el color de la película llegaba como velado, como turbio; aunque también podía ser algo pretendido: que el director quisiese impregnar el todo con esa tonalidad de videojuego barato en un centro recreativo de un suburbio en los ochenta. O que ya le ponían a uno sobre aviso: lo que se iba a ver en los próximos ciento cinco minutos no era sino algo borroso, impuro, opaco, turbulento.
Ocurre en bastantes ocasiones: que resulta un misterio insondable que tipos y tipas como Denzel Washington o Louise Fletcher, inmensa de todas las inmensidades en Alguien voló sobre el nido del cuco, puedan prestarse a semejantes indignidades. Lo de Russell Crowe se comprende, que, con esta cinta que pretende ser una deudora de Tron, trataba el hombrecillo de abrirse camino a mamporro limpio. William Forsythe, por su parte, calca su papel en La roca; y Kaley Cuoco, a día de hoy dos veces divorciada, iba calando pasito a paso en el alma del pueblo soberano.
Mal elegido el nombre de VIRTUOSITY. Como si lo hubiera hecho alguien saltándose como un impala la hora de la medicación.