Casi con toda certeza, sea Emily Mortimer, perfecta a los ojos de Hugh Grant en Notting Hill, cuando trataba de encontrarle una sustituta a Julia Roberts, casi con toda certeza sea Emily Mortimer, por la Ley de los Cuatro, la peor actriz, la más insípida, desde los días de Plinio el Viejo. Con independencia, claro está, y con todo el respeto, por descontado, hacia los que quieren ver en ese su pasmo, en ese su alelamiento, vaya usted a saber si impostados, algo de equilibrio o de suficiente naturalidad. Gary Oldman, por su lado, aclamado por John le Carré, Roger Ebert o Janet Maslin, genial cruzando océanos de tiempo, oscarizado Churchill y partícipe también en otros bodrios de cuyo nombre no quiero acordarme, no surcó nunca aguas tan nocivas, tan fétidas, dicho y expresado quede al pairo, como las que rodean a LA POSESIÓN DE MARY.
Torpe como un suicida sin vocación, absurda como un belga por soleares, LA POSESIÓN DE MARY, un barco sin polizones, tiene su sitio en el fondo del mar, que, aun chiquitito, aun no sabiendo navegar, es mucho más correcto hundirlo ahora y para siempre que dejar pasar, por piedad, un, dos, tres, cuatro, cinco, seis semanas.
Y que a nadie la historia le parezca corta, no vaya a ser que volvamos a empezar.