Más aficionado a los clásicos que a los best-sellers, a buen seguro que perdía el tiempo con Dickens, o con Oz, cuando irrumpía en el mundo La chica del tren, el libro. Es por eso que la opinión que ahora pueda dar yo de la película es sólo la del televidente, la de alguien que debe de andar desaprovechando algo por su marcada orientación hacia lo antiguo y por su persistente desprecio de lo muy en boga.
No es mala la primera hora de la historia: la presentación de los intervinientes parece la adecuada y el crescendo es aceptable, pero cuando los responsables decidieron, luego, tratar de confundir una y otra vez al espectador piadoso, cuando trataron de liar un poquito la madeja, en la pretensión de una originalidad propia, acaso en estricta fidelidad para con la novela, la cosa naufraga.
Han sido muchos los borrachos memorables en la historia del Cine. Así, a bote pronto, recuerdo al Steve Franken de El guateque, al Jack Lemmon de Días de vino y rosas y a esa Ángela Lansbury de no sé qué otra trama de misterio. Pero a la bella bellísima Emily Blunt, muy bien en Oppenheimer, muy bien en Un lugar tranquilo, no le han llamado los hados por el camino, impostado camino, de la melopea.
Bien. O, mejor, no mal del todo, LA CHICA DEL TREN: sin las ruedas, la caldera o el engranaje de Criadas y señoras y cuyo vaivén, ese del segundo tramo, no es siquiera remotamente dulzón.