Que se pretenda que una persona con la complexión de Keira Knightley pueda manejar con soltura una espada medieval es desesperante, pero que se pretenda a la vez que lo haga a pelo, pintada de azul y luciendo palmito en una batalla que se supone disputada a bajo cero raya en lo disparatado.
Es de imaginar que las mentes pensantes del proyecto de EL REY ARTURO quisieran empaparse de lo contado por Ridley Scott en Gladiator, que es la fuente de la que fluye el agua turbia de la película de Fuqua, y que harían empaparse de lo contado en Gladiator a los miembros del reparto, pero la imperturbabilidad estúpida del personaje de Clive Owen y el vaivén adolescente de la cabellera del personaje de Stellan Skarsgard, que más recuerda a un anuncio rancio de Pantene que a otra cosa, despiertan un sentimiento de vergüenza ajena muy difícil de retener.
Por otra parte, y eludiendo el fundamento histórico de la milonga, aunque yo me quedo con la visión escarlata y los razonamientos de John Boorman en Excalibur, no soy capaz de liberarme ahora que lo escribo de la repulsión que se desprende en EL REY ARTURO de todo lo que rodea a la figura de Merlín, el encantador, del que Nicol Williamson hizo en su día una verdadera creación, ni de lo pueril de las circunstancias que rodean a los presuntos Caballeros de la Tabla Redonda, halconcito incluido.
Que les corten la cabeza.