Repetir las cosas no las mejora, es algo conocido. Sin embargo, Anthony Minghella, director y productor, repitió en Cold Mountain la fórmula de El Paciente Inglés y no le fue mal: hay aves atrapadas en una habitación, fugaces momentos, cosas que quedan por decir y quien se despierta con las costillas magulladas de tanto pensar en otra persona. También hay un libro, claro; pero en lugar de una K, de Katharine, hay una A, de Ada, que fue criada igual que una dama de compañía por convertirse, siquiera, en una virtuosísima esposa. Intachable, como Penélope.
Número 1: Gran ambientación, buena fotografía y delicada música.
Número 2: Gleeson, Hoffman, Portman, Ribisi, Sutherland y una inmensa Renée Zellweger. Cada uno de ellos, por supuesto, vaciando su propio orinal.
¿Qué no daríamos por ver algo durante diez minutos? Una tierra sin enfermedades, por ejemplo. O el fin de la guerra, de la espantosa guerra, que nos cambia a todos más allá de lo imaginable y nos separa de aquellos que, con los ojos que brillan, impiden que el cielo se nos caiga encima y que el tiempo siga midiéndose en capítulos amargos.
Que fuera posible simplemente estar.
Ese, en la inteligencia de que nada cría la tierra más endeble que el hombre de cuantos seres respiran y caminan por ella, debería convertirse en nuestro ruego. En nuestra plegaria constante.