¿Acaso hay algo más en esta obra? ¿Acaso importa que no lo haya? «Salvaje» no es una película; «Salvaje» es una oportunidad para disfrutar del hombre más impresionante que ha desfilado por una pantalla de cine: Marlon Brando. Léase su nombre como si estuviera en mayúscula y con letras de oro.

La historia de «Salvaje» es flojita, sí. Yo sigo sin entender muy bien cómo se lía la que se lía; a destacar en todo el embrollo la actuación del sheriff, personaje que está escondido la mayor parte del tiempo. De mientras, el salvaje (¿por qué «salvaje»?) Johnny va persiguiendo a la cándida Kathy, la única persona en este mundo que parece abrirle los ojos a la realidad, aunque esta relación no queda nunca clara. En conjunto falta un poco más de ritmo, un hilo argumental de más coherencia e importancia, y diálogos con más profundidad. Con todo, creo que sí se plasma la idea básica del peligro de la falta de ideales y valores positivos, representada en el personaje de Johnny.

Ahora bien, todas estas cuestiones meramente cinematográficas y técnicas pasan a un segundo plano gracias a ese portento llamando Brando. Portento porque tiene un magnetismo insoportable, una presencia única, un atractivo arrollador, un carisma indescriptible y, para más gloria suya, un look que lo catapulta a la posteridad. Hablar de «Salvaje» es hablar de una moto, un traje de cuero, unas botas de motorista, una gorra estratégicamente inclinada, una gafas de sol, un cuerpo que anda con firmeza y a la vez con desgana, una mirada penetrante y unos labios que derrochan sensualidad; «Salvaje» equivale a una imagen de innegable belleza física, a una forma de seducir, a un modo de beber cerveza y a una forma de sentarse y de moverse. «Salvaje» es un icono con todo mérito, ya que «Salvaje» es Marlon Brando. No hay más.

Así que si queréis una buena película, buscad otra. Si queréis ver a Marlon Brando, no os la perdáis.