A estas alturas de las películas miradas nuevas y originales sobre temas inmortales (en definitiva siempre son cuatro cosas básicas) como la que ofrece la artista interdisciplinar Miranda July (1974) se agradecen y mucho, por muy raritas o extravagantes (como sus personajes) que parezcan.

¿Como encajan las relaciones familiares en este mundo marcado por el materialismo? July parece preguntarse eso y otras muchas cosas en claves filosófico-surrealistas, a veces crípticas para el espectador y con la libertad narrativa de hacer lo que le venga en gana. Consigue momentos sublimes, divertidos y sobrecogedores por los que ya solo merece verse la película como el del hombre que esta intentando morirse en su cama acunado por los sonidos que algún día le fueron familiares en todos los sentidos de la palabra o ese baile sincopado de Old Dulia, a modo de exorcismo virginal, catártico y liberador al que se entrega Evan Rachel Wood enquistada en su personaje, que parafraseando a los Beatles: todo lo que necesita es amor.

En el fondo por mucho que July juegue con la forma las eternas relaciones entre padres e hijos, angustias, dependencias, proyecciones, independencia, responsabilidades orbitan a ritmo de una bso estupenda de Emile Mosseri sobre esta familia que se auto exilia al borde del sistema pero que paradojicamente depende cada minuto de él sin tiempo para otra cosa que no sea sobrevivir a base de pequeñas estafas. Los padres (Richard Jenkins nunca falla) y una muy añorada Debra Winger criaron a su hija como la tercera pieza de un engranaje que ella no eligió, dejándola huérfana de abrazos por mucho que nunca se olvidaran de su parte en el reparto. Hasta que, como en los cuentos, el príncipe (en este caso princesa. Una Gina Rodriguez que transmite vida) del color que sea viene a romper el maleficio con un sincero beso de amor.

Tediosa por momentos, brillante e inspirada en otros. La película de Miranda July no te dejará indiferente. Como pompas de jabón.

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