Comienzos de los 60. El tsunami de la "nueva ola" inunda y arrasa las pantallas. Desde Italia el neorealismo evoluciona por caminos cóncavos y convexos con puntos de encuentro como pueda ser la cinta que nos ocupa con "La dolce vita" estrenada un año antes por Fellini. Desde Europa el cine se torna intelectual, autoral.
Antonioni estrena su segunda entrega de una trilogía sobre la incomunicación ("La aventura", "La noche", "El eclipse") etiqueta de la que el mismo reniega o ya puestos añade una cuarta: "El desierto rojo".

La inquietud y el desasosiego existencial que nos produjo "La aventura", aquí se torna en tedio, en aburrimiento vital hasta que la muerte nos separe, en una desidia de banalidad que carcome a la alta burguesía, en la que están inmersos nuestros protagonistas del que solo la carnalidad amortigua como un espejismo la sed de existir, de amar y ser amado ante el reconocimiento de nuestra propia insignificancia.

Nos lo transmite Antonioni en un ejercicio donde sublima su estilo de forma abrumadora con la impagable connivencia de la fotografía en blanco y negro del gran Gianni di Venanzo que lamentablemente falleció cuatro años después con 45años.

La suavidad y sutiliza con la que la cámara sigue a sus personajes, la creación de atmósferas, la meticulosidad de sus encuadres, los símbolos y metáforas visuales utilizando las líneas arquitectónicas y los espacios hacen de la dirección lo mejor de un film cuyo substrato queda claro desde el principio y hubiera sido difícil mantenerlo durante dos horas en otras manos, en otra mirada que no fuera la de su autor.

Claro que también están Mastroianni, Vitti (musa de Antonioni) y una inmensa Jeanne Moreau. Palabras mayores.

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