Tras la breve visita a nuestro sonriente satélite de la mano de Méliès, volvemos a la cruda realidad de la Tierra invitados por Edwin S. Porter. ¡Unos bandidos han asaltado el jodido tren!
Todo lo tienen planeado: Ahora le decimos al máquinista que lo pare, ahora le hacemos soltar el enganche de la máquina con los vagones, ahora amenazamos a los pasajeros, ¡Cuidado que se escapa UNO! pero tranquilo, lo matamos, no pasa nada y nos vamos con la máquina bien lejos.

Por suerte una niñita con caperucita despierta al que reparte las tarjetas de metro y pueden ir a avisar a la justicia en forma de bailarins. Los bailarins bailan y bailan sin parar con el curioso detalle de que en ese baile hay una mistreriosa mujer cuyo vestido es realmente amarillo. Por lo visto el jodido Edwin Porter se había tomado el tiempo de pintar esos fotogramas para darle un pequeño toque de color al film. Así que eso de poner toques de color en películas en blanco y negro no se les ocurrió a los de Pleasentville y mucho menos a los de Sin City, no, no, no. No.

En medio del perreo y el regocijo familiar que representa ese baile complejo y sincronizado entra en escena un señor (no sé si para avisar de lo sucedido), pero el ambiente de festejo y drogas combinado con la insistencia de los bailarins y el morbo sexual de contemplar a la única mujer con vestido amarillo en un mundo monocromático llevan al recien llegado a marcarse unos pasos de baile mientras disparan a sus pies para después salir corriendo (probablemente avergonzado por su fracaso).

Finalmente llega otro hombre más decidido que no se deja seducir por las maravillas de ese baile estratosférico y despierta a los heroes de su estado ocioso y despreocupado, consiguiendo que estos se pongan en marcha y de ese modo la justicia caiga sobre los criminales.