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Voto de Juan Marey:
8
Drama. Comedia Saheita Sugimoto, un prominente terrateniente con una extensa y prestigiosa historia familiar, vive sus días como en una famosa canción popular nipona conocida como “El señor Shosuke Ohara”: con felicidad en el rostro, bebiendo y ayudando a sus vecinos. Saheita perderá la mayor parte de sus pertenencias; sin embargo, seguirá sin privarse de ningún placer y continuará ayudando a los habitantes del pueblo, aunque ello implique arruinarse por completo. (FILMAFFINITY) [+]
8 de enero de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ocultos detrás del brillo de Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi, y Akira Kurosawa tres directores únicos e irrepetibles, se encuentra una extensa galería de importantes realizadores japoneses cuyas carreras comenzaron en los años 20 y 30, uno de ellos es Hiroshi Shimizu (1903- 1966) que comenzó a trabajar en el estudio Shochiku como asistente de dirección, en 1924, a la temprana edad de 21 años, es ascendido a director y filma su primera película. Rápidamente se gana una reputación de director hábil, especializado en comedias y melodramas, dirigiendo en su carrera cerca de 160 películas. Yasujiro Ozu, su amigo, declaró “Yo no sé rodar como Shimizu”, mientras que Mizoguchi dijo en su momento que “la gente como Ozu y yo hacemos películas con enorme dedicación y trabajo, pero Shimizu es un genio”. Shimizu aborrecía las limitaciones y prefería improvisar, empleando niños y escenarios naturales, tejiendo historias líricas que sacaban todo el provecho de los paisajes japoneses, las películas de Shimizu son seguramente más conmovedoras que encantadoras, él era en buena medida un crítico social, sus personajes son casi siempre marginales, ya sea por la situación personal, la profesión o la geografía (muchas películas transcurren en áreas remotas de Japón, especialmente en la inaccesible península de Izu), la simpatía de Shimizu por el marginal le garantiza una perspectiva desde la cual mirar con escepticismo una sociedad en la que sus personajes no encajan. En su forma tan personal de dirigir hay algo que se nos escapa, más allá de ese estilo aparentemente sencillo y descuidado, en que la clave está crear un clima espontáneo tan auténtico, hay algo que se hace extrañamente conmovedor.

Centrémonos ahora en la película que hoy nos ocupa, “Ohara Shôsuke-san”. Son los años cuarenta en un pueblo de Japón y el señor Sugimoto (ese es su verdadero nombre, el otro, Shosuke Ohara, es un mote, el nombre de un borrachín legendario sacado de una vieja canción), hijo y nieto de terratenientes, gentes de posibles y de prestigio, lo que aquí habría sido un señorito, ya no tiene tantos posibles y el prestigio se le agota, pues se ha gastado todo lo heredado y más en beber, en hacer favores, en beber de nuevo celebrando los favores hechos… Sabemos más o menos cómo va a acabar todo y lo que importa por ahora no es el final, sino los ratos a pasar mientras tanto, algo así como un vagabundeo de secuencia en secuencia, de problema en problema, de belleza en belleza: un borrico por los caminos, unas elecciones a alcalde muy divertidas, unos niños subidos a un árbol, las alegrías del béisbol, un paseo bajo la lluvia, la mejor manera de esquivar a un acreedor, el truco infalible para ganar al go (que se parece mucho a la mejor manera de esquivar a un acreedor) y otras cosas y encuentros, a ratos tristes, a ratos divertidos...

Hablamos del señor Sugimoto, ese hombre desarreglado, con el kimono medio abierto, mal afeitado, borrachín montado en su borriquín, que parece demasiado blando para enmendar la trayectoria de su propia vida, para cambiar el final de su propia película, todo un experto en el arte de esquivar y aún así caerse, borrachín para lo bueno y para lo malo, un hombre, en fin, que cuando ya no creemos en él, va y hace algo bueno y cuando estamos dispuestos a quererlo sin condiciones, va y hace algo que nos duele. Es una película que olvida las jerarquías, donde el más bello movimiento de cámara, está dedicado al que parece el más secundario de los personajes, alguien que aparece en la película poco a poco, como desde el fondo, y que al final es, en cierto modo, el más bello, el único que de veras puede decidir qué hacer con su vida. Hace falta, imagino, mucho arte o mucho amor, o de todo un poco, para lograr esta ligereza, para conseguir retratar la vida como con un gesto desenvuelto, como el señor Sugimoto hacía sus favores cuando tenía dinero, sin darle más importancia, con la misma generosidad Shimizu inventa bellezas a cada plano, sin darse importancia, como compartiendo con nosotros su última botella.

Una película preciosa con un protagonista con el que es imposible no simpatizar. Una película encantadora, con drama, comedia y un costumbrismo optimista y entrañable.
Juan Marey
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