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Voto de DamKowalskiCaz:
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Drama. Aventuras
El gaucho Juan Moreira es encarcelado por reclamar lo que le correspondía. Al ser liberado toma justicia por mano propia y signa definitivamente su destino: persecuciones y muertes. Se suma a las huestes de Alsina y entra en la política de comité. Traicionado se pasa al bando del general Mitre. En medio de estas luchas políticas, del fraude y de las traiciones, librado a su suerte, sólo le quedará una única opción. (FILMAFFINITY)
1 de junio de 2021
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“Yo nací pa´ andar durando”.
Juan Moreira.
Juan Moreira (1973) se halla en ese lugar donde no hay solamente espacio para las genialidades estilísticas. Quiero decir, es eso y unas cuantas cosas más. Leonardo Favio –que Dios te tenga en la gloria– toma la fuerza del cine argentino y le agrega épica –en una ocasión, este director recuerda que al ver por vez primera Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) se quedó mudo una semana; sino, recordar solo los afiches de estreno de ambas obras y se notará la influencia–, prestada en modelos de tradición. El gaucho matrero es un ronin.
Eduardo Gutierrez lo habría apreciado y valorado; el Juan del siglo XIX habría vuelto a sentir amor. Aquel folletín que derivaba de un “espíritu”, le insufla vida –te agradezco ruso Andrei– a un realizador mendocino que sobrevive incluso a su obra. Este introduce amor en cada rendija de los planos que filma con Juan Carlos Desanzo, su director de fotografía. Favio ya había escrito el honor del personaje en el guión manuscrito con Jorge Zuhair Jury, su hermano.
Juan Moreira.
Juan Moreira (1973) se halla en ese lugar donde no hay solamente espacio para las genialidades estilísticas. Quiero decir, es eso y unas cuantas cosas más. Leonardo Favio –que Dios te tenga en la gloria– toma la fuerza del cine argentino y le agrega épica –en una ocasión, este director recuerda que al ver por vez primera Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) se quedó mudo una semana; sino, recordar solo los afiches de estreno de ambas obras y se notará la influencia–, prestada en modelos de tradición. El gaucho matrero es un ronin.
Eduardo Gutierrez lo habría apreciado y valorado; el Juan del siglo XIX habría vuelto a sentir amor. Aquel folletín que derivaba de un “espíritu”, le insufla vida –te agradezco ruso Andrei– a un realizador mendocino que sobrevive incluso a su obra. Este introduce amor en cada rendija de los planos que filma con Juan Carlos Desanzo, su director de fotografía. Favio ya había escrito el honor del personaje en el guión manuscrito con Jorge Zuhair Jury, su hermano.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
El cuarto de una hostería con forma de estancia es la morada de un hombre que se encuentra en su punto de quiebre. Ha llegado su hora.
Parece ser uno de esos amaneceres típicos en la provincia de Buenos Aires. El sol radiante avizora la penumbra, conceptualmente hablando o escribiendo. El escenario de una ejecución inevitable rodeado de “empleados de tiendas que vienen a buscar la factura”. La clásica galería lateral del recinto colmado está pidiendo por él. La opacidad –del sol– le espera.
Contrariamente de lo que Rodolfo Beban –gracias, vos sos Juan– recita en algún momento, eso de “con este sol”, confronta con mi idea de la oscuridad al amanecer. Pero hay un punto en común: para ellos dos es terrible abandonar este mundo con la alborada. Desde ya, la conexión se da en el ejemplo, no en el concepto. Moreira adora la luz del alba –observada por una pequeña ventana del aguantadero y con los llantos de su compañera de cuarto como sonido de música real– y se entristece con el momento, casi que lo derrumba. Expresión –no dé– y dolor de alguien que ha amado, sufrido, luchado, nacido.
El clímax es ineludible, y la salida de Moreira por la galería de la estancia derribando perros obedientes –componiendo una fuga que no lo es; esa incierta evasión pudo haber terminado de cualquier forma, no lo sabremos, sin embargo, este hombre genuino embiste en vez de huir– nos dice que ni el sol va a poder impedir que llegue al castillo que ni Kafka hubiera imaginado en su preámbulo, pero ahí está Chirino para meter la bayoneta y realizar su ingreso tristemente célebre. De todas formas, los alaridos de este último no pueden cubrir las harmoniosas emanaciones sonoras que Luis María Serra –por siempre– le extiende a Juan –con él, su postremo rebencazo, así como Brando pega el chicle de su último tango en París, puesto que esa goma masticable fuera la última huella que dejara en este mundo, evitando el vacío con su póstuma voluntad– para que esa melodía se convierta en ardor de vitalidad. Y ahí está Juan Moreira, <vago y mal entretenido, ladrón y homicida peligroso. Edad, entre lo treinta y cuarenta años, pelo negro, a veces usa barba, es de a caballo>.
Parece ser uno de esos amaneceres típicos en la provincia de Buenos Aires. El sol radiante avizora la penumbra, conceptualmente hablando o escribiendo. El escenario de una ejecución inevitable rodeado de “empleados de tiendas que vienen a buscar la factura”. La clásica galería lateral del recinto colmado está pidiendo por él. La opacidad –del sol– le espera.
Contrariamente de lo que Rodolfo Beban –gracias, vos sos Juan– recita en algún momento, eso de “con este sol”, confronta con mi idea de la oscuridad al amanecer. Pero hay un punto en común: para ellos dos es terrible abandonar este mundo con la alborada. Desde ya, la conexión se da en el ejemplo, no en el concepto. Moreira adora la luz del alba –observada por una pequeña ventana del aguantadero y con los llantos de su compañera de cuarto como sonido de música real– y se entristece con el momento, casi que lo derrumba. Expresión –no dé– y dolor de alguien que ha amado, sufrido, luchado, nacido.
El clímax es ineludible, y la salida de Moreira por la galería de la estancia derribando perros obedientes –componiendo una fuga que no lo es; esa incierta evasión pudo haber terminado de cualquier forma, no lo sabremos, sin embargo, este hombre genuino embiste en vez de huir– nos dice que ni el sol va a poder impedir que llegue al castillo que ni Kafka hubiera imaginado en su preámbulo, pero ahí está Chirino para meter la bayoneta y realizar su ingreso tristemente célebre. De todas formas, los alaridos de este último no pueden cubrir las harmoniosas emanaciones sonoras que Luis María Serra –por siempre– le extiende a Juan –con él, su postremo rebencazo, así como Brando pega el chicle de su último tango en París, puesto que esa goma masticable fuera la última huella que dejara en este mundo, evitando el vacío con su póstuma voluntad– para que esa melodía se convierta en ardor de vitalidad. Y ahí está Juan Moreira, <vago y mal entretenido, ladrón y homicida peligroso. Edad, entre lo treinta y cuarenta años, pelo negro, a veces usa barba, es de a caballo>.