Hay películas que gustan incluso a pesar de sus fallos y debilidades, y a mí me pasa esto con esta obra de Nieves Conde: no se entiende mucho que una corista obsesionada por el dinero y la riqueza sea la novia de un escritor, que, para colmo, es un escritor fracasado, pues ella y él, en principio, son personajes situados en mundos opuestos. Sin embargo, los personajes de Emma Penella y del mexicano Arturo de Córdova poseen algún que otro punto en común: ambos viven para ofrecer un poco de fantasía al público, ambos buscan fama y riqueza, ambos acabarán apoyándose en una ficción, el hijo imaginario del escritor, y ambos, por decisión de ella, participarán en una trama para que ese hijo imaginario muera, y poder así heredar una sustanciosa herencia. El escritor, así, debe matar su propia ficción, su mejor ficción, y que ésta sea un hijo imaginario es muy significativo: la ficción del escritor, de cualquier escritor, es como un hijo que acaba adquiriendo vida propia, si es buena y creíble.

Después del aldabonazo dado con "Surcos" (1951), Nieves Conde acertó plenamente con esta suerte de ficción dentro de la ficción, en un film que casi se atreve a reflexionar sobre sí mismo, es decir, sobre cómo se construye la ficción de cara al espectador, con unos protagonistas que, a través de la simulación y la mentira, elaboran una puesta en escena en la que ellos mismos son los actores principales. El reparto, y en especial Penella y De Córdova, así como el guión de Carlos Blanco, la música, la fotografía en blanco y negro, y los decorados, en los que trabajó el luego afamado Gil Parrondo, contribuyen a crear un gran film "noir", dotado de una atmósfera muy especial.

"Los peces rojos" es sin duda una de las obras clave del cine español de los años 50.