Kitano desde un punto de vista distante (hay un cierto predominio de los planos tomados desde lejos cuando las familias se reúnen), nos cuenta las vicisitudes de un grupo de yakuzas dirigidos con mano de hierro por un presidente que no siempre es transparente.

En comparación con otras obras de temática similar, este nuevo film de Kitano es mucho más crudo, más descarnado y prácticamente desprovisto de la habitual lírica con que nos tenía acostumbrados. En su lugar, Kitano nos muestra los entresijos de una poderosa familia yakuza, siguiendo a sus personajes entre los que se ha reservado un puesto más bien modesto, interpretando a Otomo un yakuza de segunda fila que se verá inmerso en las luchas internas de su familia, obligado a obedecer las órdenes de sus superiores.

El retrato que nos ofrece Kitano no es nada esperanzador, ni mucho menos "glamouroso". Con varias idas y venidas entre los diversos personajes sobre los que se estructura el relato, Kitano nos ofrece una visión de conjunto del "universo yakuza", en la que sus integrantes han cambiado los típicos kimonos por trajes de corte occidental, elegantes coches negros y pistolas automáticas último modelo (con un aire a lo "reservoir dogs" de Tarantino). Pero no sólo eso. Los códigos habituales de respeto entre sus miembros han sido sustituidos por autenticas puñaladas traperas que se dan entre ellos en una lucha por alcanzar un puesto más alto en la organización, a costa de quien sea, y sin poder confiar en nadie. Lo que nos está ofreciendo Kitano son los nuevos aires que corren entre los yakuzas, despojados de cualquier mítico o halo heroico, y siendo presentados simplemente meros advenedizos, como si fueran trepas de una empresa. Claro que al tratarse de una organización mafiosa, la forma de trepar es mediante el derramamiento de sangre. Aquí, Kitano se muestra comedido al principio. Sin embargo, a medida que avanza el metraje, la violencia va en aumento, con algunas escenas "marca de la casa" que harán las delicias de los incondicionales del realizador.

Y es que parece que Kitano busca contentar a ese grupo de acérrimos seguidores con las dosis habitales de sangre y ese peculiar humor negro que le caracteriza. Aunque en este caso el humor está muy dosificado. Kitano mira con distancia los acontecimientos, tratando de mostrarlos tal y como son, en su cruda realidad desprovistos de la lírica que caracterizaba al realizador. En su lugar tenemos una mirada tan realista como negra, sobre un mundo, el de los yakuzas, cuyas normas han cambiado y que debora sin piedad a quien no se adapta a él.

Sin obviar buenos pasajes, lo cierto, es que en su conjunto el film de Kitano deja un regusto un tanto amargo. No sólo por lo negro de su último tramo, sino también por la sensación que deja de ser un film correcto pero sin nada especial que le haga merecedor de ser recordado.