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España España · Sevilla
Voto de Talibán:
7
Drama Paul Javal (Michel Piccoli), un dramaturgo francés, acepta reescribir algunas escenas para "La Odisea", una película que se va a rodar en Capri bajo la dirección del renombrado director alemán Fritz Lang (Fritz Lang). En un primer encuentro con el productor norteamericano, el arrogante Prokosch (Jack Palance), el escritor deja que su mujer, la bella Camille (Brigitte Bardot), se vaya en el coche con el productor a la finca de éste. Este ... [+]
5 de mayo de 2023
12 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si tuviera que escoger un solo cuento de Borges no sabría decantarme entre “El milagro secreto” o “Los Teólogos”. Quizás el primero, que explica la quintaesencia del fracaso borgiano del que trae causa su éxito, o al revés, y el que lo haya leído lo entenderá (lamento la pedantería, pero no quiero extenderme mucho, este no es un texto sobre Borges). O quizás el segundo, que culmina con el párrafo más pasmoso de toda la Literatura universal (lamento la pretenciosidad, pero este es un texto sobre Godard).

Es en “Los Teólogos” donde se recoge una frase que me ha fascinado desde que la leí: al presenciar la muerte de su mayor enemigo, el protagonista “…sintió lo que sentía un hombre curado de una enfermedad incurable, que ya fuera parte de su vida.” El cine, por desgracia, nunca se curará de Godard. Sin embargo, es cierto que personalmente debo decir que mi vida como amante del cine es parte importante de mi vida como persona, y Godard ha sido parte de esa vida.

La suprema idiotez de “Lenny contra Alphaville”, la falsa originalidad de “Dos o tres cosas que sé sobre ella”, el encefalograma plano de “La Chinoise”, el caos sin gracia de “Pierrot el Loco”, que es verdad que anticipa la posmodernidad, algo tan importante como poner en valor que una película sea un adelanto de los reality, las tonterías metacinematográficas de “Banda aparte”, el esnobismo de salón de “Week End” y “Une femme est un femme”, todo ello bien encubierto por Raoul Coutard, no hacían sino esconder una verdadera falta de imaginación visual, de construcción ideológica real y, en resumen, de talento cinematógráfico. En cuanto Coutard se esfuma, a partir de 1968, se esfuma parte de la cortina que protegía a Godard. Si todo lo que digo es verdad dirán que es sorprendente que la modernidad haya seguido a Godard; no, es exactamente lo contrario: es lógico. La modernidad cinematográfica es mucho más arcaica que el clasicismo, porque la auténtica modernidad no tiene nada que ver con la forma de contar una historia, a pesar de lo que diga la crítica, que sigue pensando que la manera clásica de narrar es la acuñada en la novela del Siglo XIX, sino con la forma de construir una imagen.

La obra de Godard es un monumento casi total al anticine. Digo “casi” porque hay dos películas que salvaría, quizás no de un diluvio, pero acaso de una tormenta de verano. Una es “Vivir su vida”. Visualmente, “Vivir su vida” está en línea con el resto de las películas en blanco y negro que filmó Godard en los sesenta, basadas en la iluminación natural, dominadas por tonos grisáceos y depresivos, aunque en ella se va más allá del habitual artificio godardesco y de la frivolidad godardiana.

La otra es la que comento aquí. En “El desprecio” sí veo cine. Al contrario que en el resto de sus películas en color de los sesenta, que configura un universo pop de tonos pastel entre paródico y discursivo, en “El desprecio” Godard se olvida de Mondrian y se inclina por la luz natural, el color natural, la belleza natural. El esplendor de la villa Malaparte inserta en el acantilado, la música de Delerue acompañando la mirada de la Bardot o Fritz Lang hablando de los mitos griegos, se reivindican por sí mismos, más allá de toda farsa pseudocinemática.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Talibán
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