Es difícil definir lo que se experimenta al tener una emoción estética. Buscamos esa sensación en muchos sitios y obras diferentes. En muchos casos la promesa no se cumple. Y nos damos por satisfechos con el intento y la racionalización de lo que realmente no nos ha llenado el corazón, pero sí la cabeza. Otras veces (pocas, pasada la adolescencia) se produce esa conexión. Y es maravilloso. En mi caso fue la identificación y el disfrute boquiabierto de la última parte de la película: el proceso de forja de la campana. Si alguien se ha dedicado alguna vez a fabricar o intentar crear uno de esos objetos que llamamos artísticos, no le resultara indiferente la colosal descripción de ese proceso encarnada en la figura del aprendiz.
Eso sí, para llegar hasta esa parte hay que ver el resto del la película: Una de Tarkovsky. Lo dicho: técnica, fotografía, diálogos solemnes que prometen gran emoción pero no llegan, no llegan... y, sí, al final, al menos en esta película, se cumplió la promesa para mí.