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España España · Madrid
Voto de 12345:
7
Comedia. Drama Película basada en hechos reales del corredor de bolsa neoyorquino Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio). A mediados de los años 80, Belfort era un joven honrado que perseguía el sueño americano, pero pronto en la agencia de valores aprendió que lo más importante no era hacer ganar a sus clientes, sino ser ambicioso y ganar una buena comisión. Su enorme éxito y fortuna le valió el mote de “El lobo de Wall Street”. Dinero. Poder. Mujeres. ... [+]
18 de enero de 2014
9 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ayer vi la última película de Scorsese, El lobo de Wall Street. Me pareció en general divertida y también, cómo no, demasiado larga. Después de cuarenta años ya no llama la atención que los personajes protagonistas sean unos tipos tan desmesurados como Jordan Belfort y su colega gordo. Muchas películas de Scorsese, de hecho, sus personajes e historias, están hechas de desmesura. He buscado en la RAE y quizá la palabra española “desmesura” no sea demasiado clara (aludo aquí a la célebre hybris griega), quizá sea más adecuada a palabra “destemplanza” para aludir al cine o a buena parte del cine de Scorsese. Excéntricos que llevan la trama a sus mismos límites, hasta apurar tanto el partido que acaban por chocar con la realidad y destruirse: ese es el cine de Scorsese que puedo recordar. El formato puede ser cómico o trágico, el metraje largo o larguísimo, las ambiciones diversas, pero el motor de su acción es el mismo: la desmesura, el delirio como límite.
¿Qué puede decirse de Jake la Motta, cuya sed de gloria no puede ser saciada con nada? ¿Qué de Bill el carnicero, de su Howard Hugues, de los personajes y en general el ambiente soberbio y recargado de Casino o de Uno de los nuestros? Su Taxi Driver es un pobre diablo carcomido por la conciencia de su insignificancia. Hasta Jesucristo es visto como un maniático abrasado en su ilusión.
Estas películas nos parecen poco realistas, pero los tiempos no están como para que se lo reproche nadie. Porque sin darnos cuenta sabemos todos que el interés de la vida está en esa brecha en la que sus personajes tienen el valor de moverse. No hay apenas interés en la nuestra, en nuestra vida, que es tan acomodada y miedosa del riesgo, y por eso necesitamos (y Scorsese lo sabe) ese cine de locos que él nos propone y nos pone por delante. La película termina, sus personajes se destruyen en una dinámica que no pueden controlar, y nosotros salimos de la ficción sucios pero nuevos. Es un perfecto ejercicio de catarsis.
De dónde saca Scorsese esa suntuosidad es un misterio para mi, y ahora voy a ponerme psicológico. Me imagino a Scorsese como su sobria imagen me dice que es: como ese frailecillo diligente, el pequeño emigrante con sus gafas anticuadas y su delicado tono de voz. Me lo imagino comiendo spaguettis en casa de su anciana madre los domingos con la familia, viendo la NBA o leyendo a Pushkin en su sillón de orejas. Y sin embargo concibe y proyecta estas películas apoteósicas y a menudo brutales, pobladas de personajes megalómanos que chocan porque literalmente no caben en este pequeño mundo.
No es extraño que en sus películas tanta ambición llevada al extremo acabe por quebrarse. La caída en la realidad de la vida (el metro del policía, el camerino de Jack la Motta) es molesta y estrepitosa. La trama que nos ha mantenido tres horas tan divertidos se disipa en la inconsistencia de un sueño. Se trata de los mismos sueños del hombre mediano que Scorsese como cualquiera de nosotros concibe y renueva, mientras tanto, para poder seguir viviendo.
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