El miedo constante, el miedo instaurado en la normalidad, en el día a día, es, sin duda alguna, el miedo más horrible, más peligroso. Por verdadero, por cercano, por real. Y retratar ese miedo tan bien cómo lo hace Legrand no es nada fácil. Para ello se apoya en una narración de silencios, de miradas, que crean una tensión creciente que hiere y anuda al espectador que unas veces se ve en la piel del hijo, otras en la de la madre y, por increíble que parezca, en alguna ocasión se puede identificar hasta con el padre. Todo el engranaje del film funciona: los abuelos paternos y maternos, allá al fondo; el novio de la hija mayor; la hermana de la mujer, más fuerte y más compacta. De drama pasa a thriller con una facilidad tan grande que el espectador apenas lo nota, instalado tan solo en ver y sentir lo que es el horror cotidiano, el que tenemos detrás de las puertas de nuestros vecinos. Un film necesario, un buen film.