Con “Lady Bird” se confirma que el cine independiente americano, aquel producido al margen de los grandes estudios, y que en teoría debería venir marcado por una mayor diversidad en cuanto a temáticas, libertad creativa y maneras de entender el oficio, se ha transformado en una industria tan o más voraz que su hermana hollywodiense a la hora de despachar películas. Esto hace que cada vez, de igual manera que pasa en el cine comercial, los films se parezcan más los unos a los otros. “Lady Bird” no es una mala película, en el sentido estrictamente cinematográfico del término. Greta Gerwig, en su primer trabajo en la dirección en solitario, demuestra oficio y técnicamente diría que incluso sale de la prueba con un aprobado alto. El problema es que, a estas alturas, todo lo que nos cuenta nos sabe a refrito. Los problemas existenciales de su adolescente protagonista (y que desprenden no pocos destellos autobiográficos) nos los han explicado ya mil veces, y de la misma manera. No hay atisbo de originalidad ni de sorpresa, ni en los conflictos familiares, ni en los escarceos amoroso-educativos por los que, inevitablemente, pasan sus jóvenes protagonistas, todos dibujados en una serie de personajes que viven permanentemente en la ironía, meros arquetipos incapaces de insuflar algo de emoción salvo en momentos muy puntuales. Se echa de menos aquello que uno espera de lo que en Europa llamamos cine de autor, que es precisamente el discurso propio del que esta película carece. De todo ello se puede extraer que la película de Gerwig vendría a ser la cara B de la comedia romántica adolescente al uso. El problema es que la cara B empieza a estar igualmente rallada.

Lo mejor: su preciso ritmo narrativo.

Lo peor: la perpetua escena de las cartas de las universidades.