La cámara sacraliza la vida de Andrei Rublev. Ni los mejores poemas medievales podrían equipararse a la belleza y pasión de (me tomo el lujo de decir) la mayoría de los planos que forman la película. Tarkovsky se eleva sutilmente por encima de la realidad en sus inmejorables secuencias, dotadas de unos diálogos profundos sobre la religión, las aspiraciones y las posibilidades del hombre, y con unas interpretaciones sobresalientes. A la grandiosidad de sus escenarios medievales y a las tomas dinámicas al estilo de Kurosawa se le suma algo presente en toda la filmografía de este genio, desde La infancia de Iván hasta Sacrificio: la belleza natural de lo particular. Incluso unas simples ramas movidas por el viento, o incluso un pequeño río que atraviesa un oscuro bosque son divinizados y "eternalizados" por los suaves movimientos de la cámara y el fluir sosegado del sonido de la naturaleza.

Sin duda, Tarkovsky se acerca hasta palpar a Rublev, hasta dejártelo en los labios al ver parte de su grandiosa iconografía al final de la película.