El mayor mérito de este film de William Dieterle es dar a conocer la gran magnitud del trabajo del químico Louis Pasteur. Que abramos la nevera y veamos productos pasteurizados se debe al francés. Que hoy se hable hasta la extenuación de la vacuna y la inmunidad de rebaño lo demuestra la película en la escena (verídica) de apartar ovejas vacunadas y otras que no. O que algo tan simple como el lavado de manos, que de manera ejemplarizante, le enseña Pasteur a un médico a la hora de asistir a un parto, se lo agradecemos a él.

Fuera de ahí, del valor puramente didáctico, queda una obra muy cándida que eleva a los altares al protagonista. Tan inocente que echamos en falta alguna tara, trauma, adicción o resquicio de maldad que todo genio de la ciencia se supone que posee.