Película disparatada, pero que te hace pensar, a través de la inocente mirada de un bosquimano, en la cantidad de tonterías que hace el hombre, y en lo inútiles que son la mayoría de las cosas que han llevado a los hombres pesados (no bosquimanos) a adentrarse en África

En esta segunda parte de Los dioses deben estar locos no decae en diversión de nuevo nos trasladamos al desierto del Kalahari, y aparecerá otra vez la misma tribu de bosquimanos. En esta ocasión, los dos hijos del protagonista se suben, por curiosidad, a un camión de unos cazadores furtivos que transportan colmillos de elefantes para traficar con el marfil (la matanza de elefantes para obtener sus colmillos está prohibida). Los conductores, que no se han dado cuenta de que llevan dos polizontes, se ponen en marcha y los niños no pueden bajarse para regresar a su poblado. Su padre los buscará incansablemente.

Mientras, en otra parte, una doctora en leyes neoyorquina que ha venido a Botswana para dar una conferencia, acepta un paseo en avioneta para ver los paisajes. De algún modo, terminará perdida en medio del desierto con un hombre huraño y poco hablador, pero gran conocedor del entorno.
Iremos viendo las vicisitudes de los dos niños bosquimanos, mientras su padre los busca, el cual por el camino se cruzará con los otros protagonistas y los ayudará, estos se irán metiendo en muchos líos e incluso acabarán involucrados en una guerrilla. Esta película nos va instruyendo sobre muchos aspectos de la vida en el Kalahari, las escenas que se desarrollan son muy divertidas y a menudo tiernas. Prevalece, como en la primera parte, una crítica sin acritud hacia nuestro modo de vida occidental, agresor con el medio ambiente, y se pueden ver cosas sobre la supervivencia en medio de la naturaleza salvaje.