Mediocre secuela de la célebre obra de Hitchcock, a años luz de la primera aunque algo más defendible que la vergonzante fotocopia de Gusano Van Sant.

La película empieza bien, con homenaje a la legendaria escena de la ducha incluida. Posteriormente, y en una aparente cruzada por dignificar y suavizar el personaje de Norman Bates, la historia se desarrolla tan solvente como gratuitamente, porque estos apéndices suelen sobrar, cuando no irritar.

Iluso de mí, la idea de que presenciaba una secuela infravalorada llegó a rondarme, porque la trama tiene su inquietud y su encanto, pero deseché la posibilidad cuando el gurú espiritual de Motta, Anthony Perkins, se enfangó en uno de los finales más sonrojantes que recuerde, un enorme gargajo volador que se incrustó en mi entrecejo, un insulto a la esencia de la película original.

Y eso es jugar con fuego, gargajo volador.