Espoleado por Motta, esa espuela hecha hombre, me animé a dar una oportunidad a Umberto D, película que atronó su línea de flotación.

Y qué puedo decir, comparto por completo su histeria. Fue la primera que vi tras regresar del Azpena, e instantes antes de partir al coliseo rojiblanco a ver la victoria ante el Valencia (un saludo, crowes, otro año será), y desde luego ese doblete dominical no tuvo desperdicio.

De Sica, alguien que no descartaría que fuera el Folán del neorrealismo italiano, se las ingenia para desplegar con una inaudita sencillez y transparencia los estragos que causa la pobreza en particular y la desubicación humana en general, y lo hace emocionando hasta el éxtasis.

Los instantes finales de la película, con el portentoso actor no profesional (!!!!) que comanda la función al borde del colapso y amando hasta el delirio a su entrañable perro, son de amargura y de una intensidad fuera de lo normal, y Vittorio rubrica el recital con más clase y belleza que Caminero incendiando a Nadal.

Verdaderamente prodigiosa. Y superior a la notable Estación Termini, sin ningún atisbo de dudek.