Hay gente que es así. Como Molly Bloom. O que la han hecho así. Papi, mami, otros, o lo que suele llamarse «las circunstancias»…

El caso es que es un constante «no parar»; un «sinvivir» con el objetivo de… ¿vivir?

No estoy seguro. Yo, por ejemplo, que soy muy vago, sería incapaz de seguirle el galope a Molly, y lo interpreto como un remedio (eficaz) contra el aburrimiento supremo que supondría resignarse (¿adaptarse?) a vivir una más de estas «vidas» que vivimos la mayoría de los mortales.

O como una «huida hacia adelante» (¿autodominación por miedo a uno mismo?).

Vete a saber. La mayoría de los actos humanos (¿todos?), están condicionados por un montón de variables, lo que me lleva a sospechar que, tengamos éxito o no, todo acto deja una huella (¿marca? ¿herida?) precisa que es (precisamente) lo que (de una forma u otra) va acabando poco a poco con nosotros…

Al fin y al cabo, a eso hemos venido, ¿no? A acabar con nosotros…

Aunque “Molly’s Game” pertenezca a ese subgénero (no reconocido oficialmente) de «cotorreo-interminable-en-habitaciones», es interesante porque el fondo de su curiosa línea discursiva es un caso desesperado de instinto de supervivencia, con ciertas dosis de desorientación existencial y, encima, tatuado sobre la exuberancia curvilínea y protuberante de una Chastain que lo borda, oiga.

Si a eso le añadimos el ritmo formal (y esquemático, a nivel de pizarra) que Sorkin ha sabido imprimir a esto, y aunque por momentos sacrifique la atención del espectador en favor de la velocidad narrativa (de otro modo podría haber sido infumable), resulta un sugestivo (y algo morboso) biopic
.
En resumen: interesante. Entrenarse antes para poner toda la atención, u os perderéis.