Sabía que no iba a ver nada especial (una película con publicidad en televisión resta puntos en mi ranking particular), pero esta vez iba acompañado por una señora interesada en gulags (las señoras hacen que rankings, marcadores, valoraciones y cualquier dispositivo de mi cuadro de mandos privado se vayan al carajo), aparte de que a mí tampoco me disgustan los asuntos siberianos.

Así que p’allá nos fuimos.

Y, en efecto, no vimos nada especial.

Con esto no quiero decir que la película sea mala, ni mucho menos. Es más; es entretenida y pasas bien el rato, pero pasa lo que suele pasar cuando decides adaptar un tocho (en este caso la apasionante The long walk, del polaco Slavomir Rawicz): que no te da tiempo a contarlo todo (lógico).

Tienes, en este caso, la opción de centrarte en una parte del relato y profundizar en él. Al menos podrías contarlo con más detalle.

Pero esta no es la intención de Weir. Weir va a por todas. Quiere contarlo todo de cabo a rabo (se le ve el plumero de que quiere fabricar un producto comercial que se venda mucho en taquilla) y, claro, como no es Dios nuestro señor, pues le toca hacer una labor de esquematización tan brutal que no se puede detener en prácticamente nada.

Así que, para contar esta historia de indecible sufrimiento, de redenciones por dolor (mental aunque sólo sea por su intensidad física), de voluntades desafiadas y de desafíos por tan humanos, descomunales (sólo con calibrarlos a ojo te entra la risa floja), Weir pasa como Correcaminos o Speedy González (sí, los de la Warner) y nos deja las páginas del relato volando por el aire, sin pararse a enseñarnos otra cosa que un retrato de grupo sobre paisaje pintoresco.

Con todo, ya digo, pasas un rato entretenido.