El oficial protagonista debe tomar decisiones de vida o muerte, literalmente, en la primera mitad de la película. Y el espectador, yo al menos, empatiza con sus dilemas porque ellos salvarán vidas... o no. Enviar a casa a un soldado superado por la tensión. Permitir, contraviniendo sus protocolos de seguridad, que una familia pernoctara en su cuartel podría haberla salvado, pero de ser así, nunca lo hubiera sabido, y hubiera debido enfrentar otros problemas: desobedecer órdenes, sin poder ofrecer un balance de vidas salvadas porque sus muertes no se hubieran producido. La consecuencia de expulsarlas a la intemperie de los talibanes se ve con crudeza, y pesa; pero no tanto la presión que motiva la no admisión. La batalla en sí, en la que da órdenes sin tiempo de reflexionar, está muy bien rodada, con mucha contención pero transmitiendo perfectamente el caos del momento. Y la consecuencia... Ahí llega el nudo de la película, al desvelarse que la orden ocasionó víctimas colaterales. ¿crimen de guerra?, no, claro: se entiende que éste debe ser intencionado. Pero en su cabeza siempre quedarán las muertes de la familia inadmitida, y de las personas víctimas del bombardeo que ordenó.
La soledad de este hombre se aprecia con mucho vigor en el juicio. Nadie, ni su familia ni sus compañeros, pueden compartir el peso de su responsabilidad. Y tiene que ejercer, una vez más, esa terrible carga de la libertad: mentir o asumir la verdad. ¿Arreglaría algo la verdad? ¿Pasar años en la cárcel resarciría de algún modo a las víctimas, le haría más fácil perdonarse a sí mismo? Imposible no conmoverse con la escena final, la absolución del tribunal es su propia condena.