La escalera de Jacob es sin duda como una película de David Lynch pero sin sexo. O sea, que no es como una película de David Lynch. Pero se ve que al Adrian Lyne este y al otro loco, fuera del chiste motivo de expulsión de FA, les flipan las mismas cosas; que vienen siendo más o menos todo lo contrario de lo que me flipa a mí, cinematográficamente.

La ida de olla es bastante monumental, y se le puede encontrar, sin enormes dificultades, sentido. Los cabos se van atando, de aquella manera, pero se atan a clavos clavados en alguna parte de dudosa existencia o ser que arden cuando uno los agarra. Por tanto, aunque el desbarre tenga sentido, me da a mí que no es lo más importante. Porque sino, tendría un sentido completo; y no iría directo como va al mundo de las sensaciones.

Y es que, cuando no aburre, el mérito de Adrian Lyne reside en firmar escenas que sientan como una patada, puñetazo o cabezazo en el estómago, a las que sólo se me ocurre calificar como infernales. He ahí la fuerza de una película, que, obviando el ambiguo mérito implícito en mandar a tomar por saco convencionalismos narrativos y argumentales, posee alguna que otra virtud más, contribuyente a hacer aterradores los momentos que lo son: véanse un notable montaje y una lúgubre fotografía que dotan de profundidad a la inmersión del espectador en una mente desquiciada.

Porque el paseo por los entresijos de la locura está asegurado, aunque al final se descubra que no era locura, sino que era otra cosa.

Pero, en fin, todo para decir que tu fisioterapeuta es tu salvador en casos extremos.