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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Voto de Normelvis Bates:
10
Drama Tom Joad (Henry Fonda) regresa a su hogar tras cumplir condena en prisión, pero la ilusión de volver a ver a los suyos se transforma en frustración al ver cómo los expulsan de sus tierras. Para escapar al hambre y a la pobreza, la familia no tiene más remedio que emprender un larguísimo viaje lleno de penalidades con la esperanza de encontrar una oportunidad en California, la tierra prometida. (FILMAFFINITY)
8 de abril de 2010
51 de 53 usuarios han encontrado esta crítica útil
El 16 de mayo de 1955, en el asiento trasero de un taxi neoyorkino, el corazón de James Agee decidió dejar de latir. Al morir, Agee tan sólo tenía 45 años, pero había sido capaz, en tan breve espacio de tiempo, de convertirse en uno de los críticos de cine más agudos y exigentes de su época, de firmar los guiones de “La Reina de África” y “La noche del cazador” y de escribir dos novelas, una de las cuales, al menos, es una auténtica obra maestra. Sin embargo, si por algo se recuerda a James Agee es por un artículo que nunca llegó a publicarse. En 1936, la revista “Fortune” encargó a Agee un reportaje acerca de las duras condiciones de vida de los campesinos durante la Gran Depresión. Acompañado del gran fotógrafo Walker Evans, Agee viajó a Alabama, donde pasaron ocho semanas conviviendo con tres familias algodoneras. Tanto el artículo que Agee escribió acerca de aquella experiencia como las fotos tomadas por Evans fueron rechazados por la revista, que entendió que era un material demasiado crudo para ser editado. Agee, sin embargo, revisó y amplió sus textos hasta convertirlos en un libro, y en 1941 él y Evans lograron que una editorial publicara su trabajo, que se ha convertido en uno de los documentos más hermosos y terribles que vieron la luz en el siglo XX. El libro se tituló “Elogiemos ahora a hombres famosos” y John Huston, tras leerlo, dijo de Agee que era un “Poeta de la Verdad”.

Poeta de la Verdad. ¿Hay mejor manera de referirse a John Ford? El bronco Ford, el misógino Ford, el racista Ford, el fascista Ford. Cuántas idioteces ha habido que tolerar asociadas a su nombre. Mucho antes de que docenas de marisabidillos descubrieran el significado del verbo “sobrevalorar” y se pasaran el día conjugándolo como monitos, Ford ya era uno de los artistas más sutiles y delicados de la historia. Nadie ha llegado al fondo del corazón humano de modo más limpio, honesto y sencillo, sin afectación ni aspavientos ni vacuas coartadas intelectualoides. Lo único que nos exige Ford es que prestemos atención a los detalles, que leamos entre líneas, que entendamos que el hombre es la suma de mil pequeños momentos, minúsculos e insignificantes: gestos, silencios, miradas, tal vez palabras. Recuerdos que arderán con nosotros cuando dejemos para siempre nuestra casa, abandonada al polvo y el viento, y busquemos con las manos la tierra que nos vio nacer.

“Todo lo que existe es sagrado”. Lo dice Casy, el predicador sin fe encarnado por John Carradine. No es extraño que James Agee cierre con esas mismas palabras una de las últimas secciones de su libro. Tanto Ford como Agee cantan la invencible entereza humana, intentan restituir la dignidad perdida de unos seres que no comprenden por qué han sido condenados a vivir y morir como perros. “Las uvas de la ira”, como el libro de Agee, es a la vez hermosa y terrible: hay muerte, desolación y miseria, y también risas y baile, alegría y esperanza. Hermosa y terrible como la música de la vida, así es esta película.
Normelvis Bates
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