No hay mejor ventana para un voyeur que una pantalla de cine.

Será que me desgasto en explicaciones a diario o que tengo una jefa que abusa de la retórica hasta que le suda la lengua, pero cada vez me gustan menos las palabras. Sobre todo en el cine, que debería ser nuestro reducto de voyeurismo, un sitio donde la pantalla nos mira y nos habla en gestos para contar cosas como las ofertas de la Fnac, las marcas de chicle del quiosco, o las vueltas nerviosas que un joven, a punto de morir, le da al café esperando a que su compañero regrese del baño.

Reconozco que hacía tiempo que no sufría tanto, que no era tan perversa conmigo una historia de final anunciado, que no se me metía en el estómago una realidad que me niego a creer que pueda estar tan cerca. Y es que cuando se acaban los discursos y los disparos no resuenan en la caja Dolby Hollywood Surrounding de las palabras huecas, entonces, el tiro es seco, que es como es un tiro de verdad, y todo es sucio y se mancha de sangre y sesos y no hay héroes que acudan a socorrer al coche de las puertas abiertas. Y todo sucede rápido y la muerte es tan simple como cruzar una mirada con la persona que no te quieres encontrar.

Agradezco a Jaime Rosales su historia sin palabras, aunque esta noche, la afición de mirar en su ventana me haya costado un poquito de insomnio.