Para empezar, una curiosidad. Seguramente no hay un personaje como Christian Fletcher que haya tenido la fortuna de ser interpretado por los galanes más reputados de la historia del cine. Clark Gable en la versión de 1935, Marlon Brando, en esta de 1962 y Mel Gibson, en la de 1984, "Motín a Bordo". Ahí es nada. Sin contar que Errol Flynn también se metió en su piel en otra película de 1933 y hasta un tal John Storm en la primera de 1916. Y ya que hablamos de versiones, mucho va a tener que dar de sí la que dirige Frank Lloyd para superar a la que es el mejor acercamiento a la Bounty, que es la de Richard Donaldson de 1984. Quizá porque en esta última, el capitán Blight está más perfilado y no cae en el maniqueísmo. O sea, no se trata de un tirano como en esta de Lewis Milestone sino de un hombre con una mentalidad diferente, motivo por la que la hace ser más compleja. De hecho, es el héroe. Aunque la de 1962 técnicamente es buena, no puede competir tampoco con el estilo, la preciosa banda sonora de Vangelis, la fotografía de Arthur Ibbetson, los paisajes de ensueño y el portentoso reparto de la de 1984. Por no hablar de que es más fiel a los hechos históricos.

Sea como fuere, a esta historia le falta mordiente. Después de todo, no hay demasiada tensión y menos debate ideológico, tampoco es aventurera y para jugar a drama psicológico es bastante esquemática. Además entre amoríos, idas y vueltas por el mar e islas exóticas la película, aparte de alargarse en exceso, pierde mucha intensidad. Por eso queda bastante lejos de "Marea Roja" (1995) la obra cumbre sobre esta temática que se plantea los límites del honor, el acatamiento de las órdenes y la necesidad de rebelarse. Por lo demás, las actuaciones de "Rebelión a Bordo" son de primera y la apariencia del filme es estupenda razón por la que obtuvo siete nominaciones a los Oscars, principalmente en el terreno técnico, aunque no se llevó ninguno. Por último, un detalle. La vida de un marinero de la armada británica del siglo XVIII era un horror, cercana a la esclavitud. Los castigos eran abundantes y brutales, sin desdeñar la pena de muerte. Ahora bien, como John Locke, ese Papa del liberalismo y abanderado de los derechos naturales, había aclarado que el oficial tiene poder absoluto de vida o de muerte sobre sus hombres, pues todos tan contentos.