Un Kevin Kline en la piel de un detective noir (un Kevin Kline de otra época) abre la película y nos lleva al teatro donde se celebrará el último show de un programa de country y variedades (un programa de otra época) en esta despedida de Robert Altman que es, desde su misma idea de partida, una película de otra época. Altman había llegado a un punto en el que necesitaba recapitular, hacer balance antes de partir. Lo hace reunido de amigos, de la música que le gusta y de los temas que le gustan: el paso del tiempo, el choque generacional y los últimos compases de una canción que, probablemente, no será recordada en un futuro. El viejo león decidió claudicar haciendo lo que sabía y metiéndole mano en los descansos a Lindsay Lohan, para acabar legándonos este nostálgico punto final que sabe a principio.

No es casual que casi toda la película esté dialogada en pasado. El tiempo que fue es el leit motiv de esta sesión de radio que Keillor describe con excepcional inteligencia. El último show no tiene guión: son retazos de conversaciones, de recuerdos, frases en pretérito que cierran un círculo personal y profesional sin rendir cuentas con nadie, ni siquiera consigo mismo. Es un trabajo de amor a la radio, al cine y a la vida. A mí, por momentos, se me hizo un poco coñazo por el tema del country, pero quien no vislumbre en las charlas entre bambalinas lo mucho que tiene de sabio y de triste este bello filme no terminará de apreciarlo en su justa medida. Una obra que no por casualidad transcurre en un teatro llamado Scott Fitzgerald: el más crepuscular de todos los escritores americanos.

Lo mejor: el encuentro entre Garrison Keillor y Virginia Madsen.
Lo peor: tanto country puede aburrir.