Oh, que es muy infrecuente avanzar, si no tienes la respuesta, nunca das en el blanco.
Nunca has visto una rosa pero, -una rosa pero-, pero tampoco te importa.
Y las inmediatas o algo más altas y limítrofes maneras de morir, si al fin y al cabo da lo mismo, ¿no?, he derribado la casa, una casa con el fuego, deja correr a los caballos.
Bah, no me quieras, no quiero, lo único que queda es un trozo de suelo esto es, un trozo –o entero- de cactus, de cactus; le ha salido una flor, blanca; ya lo ves.
Yo no digo que los ganaderos tuvieran razón, al contrario, sólo que sus reses nunca estuvieron faltas, puedes mirar qué gordas, ya sé que son un poco zafios y un poco hijos de puta, el revólver, hizo este trozo de mundo, ¿lo sabes?; como tú quieras, sí: este país.

Ah, te diré una cosa. Te aseguro que las leyendas son mejor que las cosas reales, sí, nunca hubo mucho realismo, o sí, no lo niegues, -de cuál de las dos realidades estás hablando-, te equivocas, es cierto, al demonio.
Dios santo, Dios santo; mira con qué maestría luce esta planta.
Toda erizada de espinas y un blanco –no dispares, tú; jopelines-. ¿No te dan ganas de llorar?
Lee mis labios: A mí no. Yo no lloro. Ya sé que no te quedaba otra. Joder.
Elegiste mal. Quita eso de ahí encima. Bueno. Bueno, no. Déjalo.
Vete en tu ferrocarril. Hasta siempre.
Te lo perdono.