Si existe un cineasta infravalorado en la historia de nuestro cine es Manuel Summers. Precisamente por películas como “La niña de luto”. Porque en una época donde no se podía atacar al régimen fascista franquista abiertamente, había que utilizar los resortes de la sátira para dinamitarlo desde dentro. Y esta película es prueba magistral de ello en la mejor tradición berlanguiana pero con formas de la Nouvelle Vague.

Se nos narra una pequeña historia como tantas otras dentro de un pueblo onubense de la Andalucía profunda en la década de los 60. Rocío es una joven que, en el colmo de la mala suerte, encadena un luto tras otro conforme van falleciendo sus familiares. Esa costumbre ancestral que la férrea, retrógrada, gris, beata, chismosa e insoportable sociedad franquista impone con mano dura, se está llevando su hermosa juventud por delante y boicoteando seriamente su relación sentimental con Rafael, el joven practicante del pueblo que aspira a casarse con ella. Pero luto superpuesto a otro luto lo hacen materialmente imposible.

Aunque el film pueda ser llamativo por su frenético montaje al ritmo de las canciones que suenan, lo portentoso siguen siendo su guión y sus interpretaciones, porque ambas facetas se sustentan en nombres propios insuperables:

1. El guión corre a cargo del propio Manuel Summers junto con, ni más ni menos, que Pilar Miró, Tico Medina, Bernardo Ballester y Francisco Summers. Ahí es nada. Un texto que quiere ser expreso reflejo de las formas y maneras del tándem Berlanga y Azcona y practicar la crítica despiadada mediante el esperpento deformante de la ya de por sí muy deformada realidad.

2. Su elenco artístico en estado de gracia, sobre todo su pareja protagonista: María José Alfonso y Alfredo Landa. Summers sabe sacar lo mejor de Landa en un papel dramático en el que poca oportunidad para la comedia permite y el actor lo logra soportando el tono melodramático del film él solo.

No estuvo nominada a la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1964 por casualidad, sino por causalidad.