Érase una vez un niño que se sentía incomprendido por su familia; tal vez porque siempre iba vestido de gato, o porque era un gritón insoportable. Yo mismo le hubiese calzado una manita de hostias, a la criatura. Entonces, el niñito repelente salió huyendo de sus padres y recaló en una tierra maravillosa y fantástica, en la que habitaban los peluches mutantes, que habían surgido por combinación genética de ADN ewok con epiteliales pimponesco-caponateras.

Estos seres maravillosos se dedicaban al terrorismo ecológico, y se liaban a destrozar árboles, cabañas… pero su pasatiempo favorito era darse de guantazos, hacer melés campestres y, en definitiva, comportarse como anormales. Claro, el niño estaba en la gloria, porque además lo nombraron rey, así, sin pan ni nada. Y no podéis ni imaginar cómo gozaba el pequeño monarca, todo el día embutido en felpa, correteando y haciendo el gilipollas por ahí.

Lo que ocurre es que se trata del primer cuento-DOGMA, y a mí todo ese rollo me pilla ya echado a perder. Hasta sale Charlie Rivel, pero no pude reconocerle hasta el final. ¡Ahuuuuuuuuu!