Drama romántico que discurre con una simpleza tan apacible y convencional, previsible y sin sobresaltos, que algunas terapeutas cinematográficos la recomiendan en sus tratamientos de rehabilitación y curas de desintoxicación en pacientes sometidos durante mucho tiempo a las «series para listos de HBO» o a las «películas de pensar» de ciertas plataformas. En “Brooklyn” todo está meridianamente claro y contado para la gente normal, en orden rigurosamente cronológico y con diálogos sin dobles sentidos. No hay juegos de cámara transgresores ni simbología cromática: tiene una realización que se conforma con llevar al espectador a la Irlanda y a la América de los años cincuenta y que todo lo que pase en pantalla sea perceptible de la manera más nítida posible. Tampoco pasa nada si se te va un momento la cabeza de la película o miras el whatsapp que te acaba de llegar porque no te vas a perder una mirada esencial o un gesto clave para entender el final.,

Sin grandes giros, ni arcos de redención, “Brooklyn” es una historia de tránsito a la madurez y de desarrollo de la personalidad perfectamente natural con la que algunos, que hemos tenido la ocasión de irnos fuera de casa a estudiar y a trabajar con una edad razonable, nos podemos ver reflejados. “Brooklyn” deja traslucir la componente de aventura que tiene esa situación: el verse solo en un ambiente desconocido, el tener que buscarte la vida para todo, el hacer nuevas amistades, el crear tus propias rutinas, la lucha contra la soledad o la morriña y construye sobre eso una historia de amor que, en el fondo, no es más que la instanciación de todo lo anterior en la mayor de las libertades personales, esto es, en poder elegir qué vida quieres llevar, dónde quieres llevarla y con quién.

Tanto si te identificas con ella como si no, es sencillo empatizar con personajes muy humanos. Se ve sin dificultad y es entretenida.