George Sherman hacía cualquier cosa salvo películas aburridas. Ésta lo es. Mucho. Muchísimo. Caballos, caballos y más caballos. A la hija mimada del ranchero de turno (Ann Blyth, meliflua, relamida y virginal) se le mete en la cabeza que quiere un caballo salvaje para domarlo y tal. Su padre (George Brent, desnortado y poco feliz en su cometido, un miscasting total) accede, y en éstas que llega el típico pistolero arrepentido (Howard Duff, tan expresivo como una guía telefónica) y accede a ayudarla. La película está basada en una apolillada novela de Zane Grey, quien me provocaba grandes bostezos cuando le leía en mi infancia en los entrañables tomos de Editorial Molino, y dirigida por Sherman con desgana, a pesar de los hermosos paisajes naturales bien fotografiados por Irving Glassberg. Tan sólo la aparición de algunos secundarios de pro, como John McIntire, Lloyd Bridges y Chill Wills, anima la función, que se hace larga pese a los breves 82 minutos de duración. Ni siquiera para fanáticos del western.