Como todo el mundo sabe, el nombre clave de la invasión de Normandía era Operación Overlord. Tenemos a unos chicos muy jóvenes a bordo de un avión, chicos a los que acaban de sacar de sus campos de labranza de la América profunda para precipitarlos al infierno de la guerra, chicos muy jóvenes que no tienen ni idea de lo que les espera. Su misión es destruir un transmisor alemán situado en el campanario de un pueblecito normando, con el fin de impedir que avise del inminente desembarco. Todo sale mal. El avión es alcanzado, los soldados se tiran (o les tiran) en paracaídas, unos sobreviven, otros no, los que quedan se concentran en el pueblo donde se halla su objetivo. Hasta aquí, todo en el espíritu de El día más largo, para entendernos, pero a lo bestia, como puso de moda Spielberg con Salvar al soldado de Ryan. Hasta que uno de nuestros soldados descubre unas instalaciones subterráneas nazis bajo la misma torre, donde suceden... cosas. Y aquí empieza otra película.Ya no se trata tan sólo de destruir una instalación, sino de impedir que el Reich de mil años de Hitler se convierta en realidad. Y todo funciona bien en esa segunda película, hasta que ha de rendir tributo al género en el que se encuadra y, sobre todo, al subgénero que abraza. No diré más, por si alguien no se ha enterado todavía de qué va la historia. O sea, el desenlace se alarga como un chicle, con su pimpampum correspondiente, y el terror numinoso, bien trabado por Julius Avery hasta ese momento, da paso a la precipitación y el desenfreno.Una pena, porque la primera hora y media era modélica. De todos modos, que nadie se sienta desanimado por mi crítica. Vale la pena echarle un vistazo, y pensar en lo que habría podido ser con más osadía. Tampoco fue un bombazo en taquilla, no creáis...