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Voto de Charles:
9
27 de agosto de 2017
275 de 360 usuarios han encontrado esta crítica útil
"A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando."
En el principio, Virginia Woolf allana el camino para lo que se va a ver, porque este es un relato que debe verse abriendo los ojos a lo invisible, a lo que no está, pero que sin embargo podría "ser".
Se cruza así la puerta a la idea de un observador silencioso en la vigilia, a la sensación de una mano invisible acariciando una conciencia intranquila, o a ese sentimiento extraño que nos traspasa, cuando no nos acordamos de por qué un lugar se nos hace difícil de abandonar.
'A Ghost Story', bajo esa mirada, es una sencillísima y bellísima pieza sobre la idea de una vida más allá de la muerte.
La de un fantasma que nace renunciando al edén por una tarea que le quedó por hacer, y la gran pregunta que se plantea: ¿tanto cuesta dejarla ir, tan importante es seguir aunque todo le esté llevando a un fin?
No hay respuesta aparente, y para contestar David Lowery empieza desde lo más básico, cogiendo un pedazo de tela de los que se ven por Halloween, y habitándolo con un alma que apenas recuerda cuál es el motivo de su propia existencia; transformando a esa persona inquieta que advertimos bajo la sábana en un icono sencillo de gestualidad mínima: acaba siendo en efecto un fantasma, como siempre lo hemos imaginado y nunca lo hemos apreciado.
Antes de eso queda la vida por la que ese fantasma volvería, reconfortante en sus momentos más íntimos, plena de cálidos detalles y sencilla en sus mayores placeres, como suele ser todo por lo que merecería la pena volver.
Ella (M), en una de esas ideas menos pensadas, cuenta cómo ocultaba pequeños mensajes en paredes de todos los nuevos hogares que tuvo: "si alguna vez quisiera volver atrás, allí habría una parte de mí esperándome" dice, despreciando las normas del tiempo y el espacio, pensándose a si misma libre de las ataduras de un orden universal que nos acaba olvidando por mucho que nos esforzamos en recordar.
Él (C) ríe sin preguntarse exactamente por esa posibilidad que ella acaba de dibujar, la besa y asiente porque la ama, probablemente maravillado porque nada más que su risa sirva para construir un hogar.
El estruendo posterior del piano es solo eso, apenas una leve interrupción que se cobra su ligera atención, pero ante la cual cabe volver a pensar en las palabras de Virginia Woolf y en la idea de que, porque algo no se vea, no deja de estar ahí.
La vida entonces discurre como un misterioso cuadro en el que cada vez se descubren más detalles: una odisea ante la cual todo tiene lugar, en la que nadie tiene asignado un lugar y donde no hay un hilo conductor que separe el bien del mal. Sencillo ejemplo de esto último: un plano revela, suavemente, sin temor, un accidente de coche que se ha cobrado la vida de C, a las puertas de lo que había sido su hogar, y es algo que apenas rompe la envolvente tranquilidad.
Esa misma visión inmutable se traslada a toda la historia, con acciones sostenidas frente a un solo plano que parecen puro capricho indie, pero que refuerzan esa idea de algo presente que no se ve a simple vista: solo tras comprender eso, y observar muchos besos en la madrugada, nos daremos cuenta de que esta pareja se ha querido con locura, o que cuando M come sin parar está buscando contener las lágrimas por su pareja fallecida.
El fantasma de C contempla las acciones de ella, repitiendo día tras día una vigilia infinita, que no se vuelve menos dolorosa por más repetitiva, ni tampoco parece guardar un motivo más allá de permanecer, por todas las cosas que le quedaron por decir.
Cada sonido, cada pequeño gesto, se engrandece en ese hogar fracturado, devolviendo el reflejo de sus respectivas soledades, solo que mientras C parece existir por ella... M empieza a olvidar, buscando el levantamiento de su condena.
Nadie la puede culpar: cuesta acostumbrarse al hueco de la soledad, sabiendo cuan importante fue la felicidad que se ha ido, sobre todo cuando suena a triste melodía contenida y ya no es la hermosa canción que se había conocido.
(Rooney Mara conecta dos tiempos, dos estados de ánimo, y los hermana en una sola canción cantada por Casey Affleck, que suena expansiva en su pasado y cascada en su presente, representando, sin palabras, cómo se deteriora un recuerdo pese a lo mucho que lo hayamos querido)
La presencia desenfocada que es C se revuelve contra eso, rasca la pared, hace parpadear las luces, deja caer objetos, mueve puertas... y entonces piensas "ah, claro, ahora lo entiendo". Tiene sentido que todas las acciones que asociamos a un fantasma tengan un motivo, pero de lo que frecuentemente nos olvidamos es que, alguna vez, esa presencia fue humana: luchó contra la eternidad, quiso permanecer, se hizo querer y, después, la nada.
Por si acaso hacía falta, un personaje verbaliza el verdadero dilema, la verdadera lucha desde que C se levantó bajo una sábana: "construimos nuestro legado pieza a pieza, y quizá el mundo entero lo recuerde o quizá solo un par de personas, pero haces lo que puedes para asegurarte de que permaneces cuando te vayas".
El tiempo pasa alrededor de C, y él permanece impasible, porque no sabe cuál es el significado de ver vida y muerte, levantamientos y derrumbes, hermosura y decadencia, sin poder participar de ella. Los vivos se enfrentan a lo mismo, pero no ver la eternidad y pringarse con su experiencia les brinda, al menos, el intento de entenderla.
(Continúa en Spoiler, sin contar nada hasta que lo indique)
En el principio, Virginia Woolf allana el camino para lo que se va a ver, porque este es un relato que debe verse abriendo los ojos a lo invisible, a lo que no está, pero que sin embargo podría "ser".
Se cruza así la puerta a la idea de un observador silencioso en la vigilia, a la sensación de una mano invisible acariciando una conciencia intranquila, o a ese sentimiento extraño que nos traspasa, cuando no nos acordamos de por qué un lugar se nos hace difícil de abandonar.
'A Ghost Story', bajo esa mirada, es una sencillísima y bellísima pieza sobre la idea de una vida más allá de la muerte.
La de un fantasma que nace renunciando al edén por una tarea que le quedó por hacer, y la gran pregunta que se plantea: ¿tanto cuesta dejarla ir, tan importante es seguir aunque todo le esté llevando a un fin?
No hay respuesta aparente, y para contestar David Lowery empieza desde lo más básico, cogiendo un pedazo de tela de los que se ven por Halloween, y habitándolo con un alma que apenas recuerda cuál es el motivo de su propia existencia; transformando a esa persona inquieta que advertimos bajo la sábana en un icono sencillo de gestualidad mínima: acaba siendo en efecto un fantasma, como siempre lo hemos imaginado y nunca lo hemos apreciado.
Antes de eso queda la vida por la que ese fantasma volvería, reconfortante en sus momentos más íntimos, plena de cálidos detalles y sencilla en sus mayores placeres, como suele ser todo por lo que merecería la pena volver.
Ella (M), en una de esas ideas menos pensadas, cuenta cómo ocultaba pequeños mensajes en paredes de todos los nuevos hogares que tuvo: "si alguna vez quisiera volver atrás, allí habría una parte de mí esperándome" dice, despreciando las normas del tiempo y el espacio, pensándose a si misma libre de las ataduras de un orden universal que nos acaba olvidando por mucho que nos esforzamos en recordar.
Él (C) ríe sin preguntarse exactamente por esa posibilidad que ella acaba de dibujar, la besa y asiente porque la ama, probablemente maravillado porque nada más que su risa sirva para construir un hogar.
El estruendo posterior del piano es solo eso, apenas una leve interrupción que se cobra su ligera atención, pero ante la cual cabe volver a pensar en las palabras de Virginia Woolf y en la idea de que, porque algo no se vea, no deja de estar ahí.
La vida entonces discurre como un misterioso cuadro en el que cada vez se descubren más detalles: una odisea ante la cual todo tiene lugar, en la que nadie tiene asignado un lugar y donde no hay un hilo conductor que separe el bien del mal. Sencillo ejemplo de esto último: un plano revela, suavemente, sin temor, un accidente de coche que se ha cobrado la vida de C, a las puertas de lo que había sido su hogar, y es algo que apenas rompe la envolvente tranquilidad.
Esa misma visión inmutable se traslada a toda la historia, con acciones sostenidas frente a un solo plano que parecen puro capricho indie, pero que refuerzan esa idea de algo presente que no se ve a simple vista: solo tras comprender eso, y observar muchos besos en la madrugada, nos daremos cuenta de que esta pareja se ha querido con locura, o que cuando M come sin parar está buscando contener las lágrimas por su pareja fallecida.
El fantasma de C contempla las acciones de ella, repitiendo día tras día una vigilia infinita, que no se vuelve menos dolorosa por más repetitiva, ni tampoco parece guardar un motivo más allá de permanecer, por todas las cosas que le quedaron por decir.
Cada sonido, cada pequeño gesto, se engrandece en ese hogar fracturado, devolviendo el reflejo de sus respectivas soledades, solo que mientras C parece existir por ella... M empieza a olvidar, buscando el levantamiento de su condena.
Nadie la puede culpar: cuesta acostumbrarse al hueco de la soledad, sabiendo cuan importante fue la felicidad que se ha ido, sobre todo cuando suena a triste melodía contenida y ya no es la hermosa canción que se había conocido.
(Rooney Mara conecta dos tiempos, dos estados de ánimo, y los hermana en una sola canción cantada por Casey Affleck, que suena expansiva en su pasado y cascada en su presente, representando, sin palabras, cómo se deteriora un recuerdo pese a lo mucho que lo hayamos querido)
La presencia desenfocada que es C se revuelve contra eso, rasca la pared, hace parpadear las luces, deja caer objetos, mueve puertas... y entonces piensas "ah, claro, ahora lo entiendo". Tiene sentido que todas las acciones que asociamos a un fantasma tengan un motivo, pero de lo que frecuentemente nos olvidamos es que, alguna vez, esa presencia fue humana: luchó contra la eternidad, quiso permanecer, se hizo querer y, después, la nada.
Por si acaso hacía falta, un personaje verbaliza el verdadero dilema, la verdadera lucha desde que C se levantó bajo una sábana: "construimos nuestro legado pieza a pieza, y quizá el mundo entero lo recuerde o quizá solo un par de personas, pero haces lo que puedes para asegurarte de que permaneces cuando te vayas".
El tiempo pasa alrededor de C, y él permanece impasible, porque no sabe cuál es el significado de ver vida y muerte, levantamientos y derrumbes, hermosura y decadencia, sin poder participar de ella. Los vivos se enfrentan a lo mismo, pero no ver la eternidad y pringarse con su experiencia les brinda, al menos, el intento de entenderla.
(Continúa en Spoiler, sin contar nada hasta que lo indique)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Lo más maravilloso de esta historia es la realización de que... no hace falta entenderla.
Vivimos nuestras vidas en un solo sentido, llorando, riendo, amando, reflexionando, construyendo un mundo entre pequeños gestos, encerrando al universo en nuestros anhelos, acompañadamente solos o solitariamente acompañados, aprovechando las horas que se nos han dado y solo deteniendo el tiempo cuando un alma pareja nos ha encontrado. No vemos todo el cuadro... y no nos importa, o por lo menos no debería importarnos.
Porque para eso "creamos" los fantasmas y todo a lo que los hemos asociado: son voces lejanas, sensaciones que se quedan, memorias que permanecen atadas a un enigma, están ahí para avisarnos si pueden, se sienten en el aire cuando no sabemos explicar por qué nos sentimos unidos a un lugar.
Los relacionamos lejanamente a nuestra experiencia, y querría creer que esa eternidad compartida no es una calle de un solo camino: tienen un sentido, y atarse a un lugar para velarnos es su manera de hacer las paces con los vivos.
Acabas este relato creyendo haber entendido algo: que las sábanas, ruidos e historias que hablan de sustos tienen un sentido... aunque, tras pensarlo bien, dudo de si en algún momento no lo han tenido.
David Lowery tiene la amabilidad de levantarte una venda sobre los ojos, y te dice que guardes el secreto, que estar muerto es, precisamente, eso.
Así, la próxima vez que notes una presencia en la oscuridad, o una puerta esté cerrándose en otro lugar, quizás dejas de preocuparte, porque habrás comprendido que nada allá te quiere mal: se trata tan solo de un recuerdo, buscando perdurar.
Y quizá te merezca la pena observar el reflejo de la luz, deslumbrarte con sus colores y pensar que algo podría estar... o dejar (tras)pasar esa fantasmal sensación, y nada más.
Porque, al fin y al cabo, un fantasma es como un mensaje en la pared o como el eco de una costumbre que se repite sin que sepamos por qué: únicamente guarda sentido para el que quiere verlo, aunque sólo con eso ya sea más que un simple recuerdo.
Una prueba de que importamos en el inmenso cosmos, y de que todo lo que fuimos no va a acabar desapareciendo.
(Ahora sí, SPOILERS)
El vivo era él. O el vivo iba a ser el muerto, o viceversa.
C atraviesa las eras solo para volver al mismo punto, y darse cuenta de que la eternidad era apenas un momento.
Entonces, al borde de consumirse, sin haber arreglado sus asuntos, se ve de nuevo a si mismo, viviendo una vida que apenas recuerda, con una pareja que le inspira canciones enteras, disfrutando tardes cualquiera, pendiente de esa sensación que le pide permanecer en la casa de su futura alma en pena.
¿Bendición o condena?
Ninguno de los dos, sino oportunidad perdida que ha sido reencontrada, para poder por fin recuperar aquel mensaje que ocultó M en la pared.
Tras cruzar con el fantasma su odisea temporal, pensaba, como él, que no importaba todo lo que se hiciera para perdurar: ya hemos visto asesinar a una niña de hace siglos que ocultaba notas en sus lugares de paso, como prueba factible de que no importan las resonancias de un gesto en la eternidad, sino si a alguien le llega a importar dicho gesto (el cadáver de la niña, devorado trivialmente por flores hermosas, encapsula ese sentimiento de que hasta lo más bello se marchita doblemente si nadie queda para mirarlo).
Pero entonces C consigue aquel mensaje, por el que tanto se atraparía a si mismo años más tarde (o más pronto, o viceversa)
¿Qué ponía?
No importa, pero el recuerdo se desvanece en paz, al darse cuenta de que otra persona, pase lo que pase, le guardará.
Con eso, queda esa emotiva sensación de que un fantasma se levanta, no para atormentarnos, dolernos o asustarnos.
Sino que existe necesariamente para recordarnos de que lo haremos bien al final, esta vez.
Vivimos nuestras vidas en un solo sentido, llorando, riendo, amando, reflexionando, construyendo un mundo entre pequeños gestos, encerrando al universo en nuestros anhelos, acompañadamente solos o solitariamente acompañados, aprovechando las horas que se nos han dado y solo deteniendo el tiempo cuando un alma pareja nos ha encontrado. No vemos todo el cuadro... y no nos importa, o por lo menos no debería importarnos.
Porque para eso "creamos" los fantasmas y todo a lo que los hemos asociado: son voces lejanas, sensaciones que se quedan, memorias que permanecen atadas a un enigma, están ahí para avisarnos si pueden, se sienten en el aire cuando no sabemos explicar por qué nos sentimos unidos a un lugar.
Los relacionamos lejanamente a nuestra experiencia, y querría creer que esa eternidad compartida no es una calle de un solo camino: tienen un sentido, y atarse a un lugar para velarnos es su manera de hacer las paces con los vivos.
Acabas este relato creyendo haber entendido algo: que las sábanas, ruidos e historias que hablan de sustos tienen un sentido... aunque, tras pensarlo bien, dudo de si en algún momento no lo han tenido.
David Lowery tiene la amabilidad de levantarte una venda sobre los ojos, y te dice que guardes el secreto, que estar muerto es, precisamente, eso.
Así, la próxima vez que notes una presencia en la oscuridad, o una puerta esté cerrándose en otro lugar, quizás dejas de preocuparte, porque habrás comprendido que nada allá te quiere mal: se trata tan solo de un recuerdo, buscando perdurar.
Y quizá te merezca la pena observar el reflejo de la luz, deslumbrarte con sus colores y pensar que algo podría estar... o dejar (tras)pasar esa fantasmal sensación, y nada más.
Porque, al fin y al cabo, un fantasma es como un mensaje en la pared o como el eco de una costumbre que se repite sin que sepamos por qué: únicamente guarda sentido para el que quiere verlo, aunque sólo con eso ya sea más que un simple recuerdo.
Una prueba de que importamos en el inmenso cosmos, y de que todo lo que fuimos no va a acabar desapareciendo.
(Ahora sí, SPOILERS)
El vivo era él. O el vivo iba a ser el muerto, o viceversa.
C atraviesa las eras solo para volver al mismo punto, y darse cuenta de que la eternidad era apenas un momento.
Entonces, al borde de consumirse, sin haber arreglado sus asuntos, se ve de nuevo a si mismo, viviendo una vida que apenas recuerda, con una pareja que le inspira canciones enteras, disfrutando tardes cualquiera, pendiente de esa sensación que le pide permanecer en la casa de su futura alma en pena.
¿Bendición o condena?
Ninguno de los dos, sino oportunidad perdida que ha sido reencontrada, para poder por fin recuperar aquel mensaje que ocultó M en la pared.
Tras cruzar con el fantasma su odisea temporal, pensaba, como él, que no importaba todo lo que se hiciera para perdurar: ya hemos visto asesinar a una niña de hace siglos que ocultaba notas en sus lugares de paso, como prueba factible de que no importan las resonancias de un gesto en la eternidad, sino si a alguien le llega a importar dicho gesto (el cadáver de la niña, devorado trivialmente por flores hermosas, encapsula ese sentimiento de que hasta lo más bello se marchita doblemente si nadie queda para mirarlo).
Pero entonces C consigue aquel mensaje, por el que tanto se atraparía a si mismo años más tarde (o más pronto, o viceversa)
¿Qué ponía?
No importa, pero el recuerdo se desvanece en paz, al darse cuenta de que otra persona, pase lo que pase, le guardará.
Con eso, queda esa emotiva sensación de que un fantasma se levanta, no para atormentarnos, dolernos o asustarnos.
Sino que existe necesariamente para recordarnos de que lo haremos bien al final, esta vez.