Pasa algo muy interesante con 'Ouija: El Origen del Mal'.
Su director, ya curtido en el género, sabe que le ha tocado bailar con la más fea: con el cachivache menos interesante visualmente, con la posesión más sobada, con el concepto más pobre... hasta le ha tocado ser precuela de una historia aún más rancia y menos imaginativa.
¿La solución?
Allá donde parece no haber espacio para la sorpresa o lo verdaderamente terrorífico, Mike Flanagan construye con inspirados detalles, y logra crear algo mejor que la suma de sus partes.

La familia Zander se gana la vida con pequeños numeritos esotéricos que relajan las conciencias de sus clientes. Un par de señales inquietantes y los que se quieran comunicar con los fallecidos reciben su ansiada tranquilidad, como si las tres estuvieran "haciendo un servicio social" (frase que menciona la madre a su hija menor, sin ninguna falta de confianza).
Pero se trata de un trabajo que poco a poco ha perdido su exclusividad, pues un emergente negocio de los juegos de mesa saca al mercado la Ouija, de la manera más simple posible, despreciando su capacidad sobrenatural bajo una frívola apariencia morbosa. Y es entonces cuando la matriarca Alice Zander no puede resistirse a comprarla, animada por la curiosidad, pero sobre todo por la rentabilidad que podría suponerle.
A poco que queramos verlo, ahí aparece el primer fantasma, el de la inmediatez y lo prefabricado, cuando nadie paga por una sesión espiritista bien presentada como la que vemos al inicio y van directos a la tranquilidad de una sugestión asegurada como la Ouija: algo que sería un buen paralelismo con esta historia que se toma su tiempo, y otras que necesitan abrumarte con sustos baratos desde el principio.

Flanagan da espacio a sus fatigosos estereotipos, y los dota de interesantes matices: pocas películas establecerían con tanto cuidado que Alice es ligeramente mirada por encima del hombro por su condición de madre soltera en los 60, pero aún menos se encargarían de dejar claro que la hija menor, Doris, no teme las presencias paranormales a fuerza de vivir constantemente con ellas, por lo que se aleja bastante del tópico "niña-siniestra-porque-sí". Hasta se puede empatizar con la mayor, Alice, aunque solo sea por su carácter alegremente adolescente, que no quiere pudrirse toda su vida entre viejos espectros familiares.
El gusto por el detalle no acaba ahí, y se traslada a todo lo demás, con el insistente tic-tac de un reloj que marca las horas nocturnas en la habitación de espiritismo, o las inquietantes sombras que van cercando a la indefensa familia... de manera que, llegado el momento, esos mismos detalles son la excusa para desatar el terror: si hemos estado atentos, vemos que las tres reglas del juego (no usar el tablero a solas, no usarlo en un cementerio, decir siempre "adiós" al terminar) se han roto, abriendo un portal para los espíritus que ya estaban allí.
Las apariciones sobrenaturales consiguen ser más aterradoras por lo que quieren conseguir, separar a esas tres mujeres, que por su mera presencia, lo que no está mal si pensamos que la cosa iba de generar inquietud con un trozo de madera pintada sobre el cual hay que pasar una lupa.

Al final queda la sensación de haber aprovechado todos los angustiosos recovecos del tema que se trata, rindiendo de paso un homenaje a todos esos modestos terrores sesenteros de los que se copia hasta la señal que indica un cambio de bobina, como símbolo de una cariñosa nostalgia.
Porque si un concepto pobre asume que lo es, y empieza a subir desde ahí, ya tiene mucho ganado.