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España España · Madrid
Voto de Charles:
9
Ciencia ficción. Drama. Animación La necesidad de dinero, lleva a una actriz (Robin Wright) a firmar un contrato según el cual los estudios harán una copia de ella y la utilizarán como les plazca. Tras volver a la escena, será invitada a un congreso, que se desarrolla en un mundo que ha cambiado completamente. Basada en una novela de Stanislaw Lem, se trata del retrato de un mundo que se dirige inevitablemente hacia la irrealidad.
28 de junio de 2017
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
A los que consideran el cine de animación un paraíso multicolor felizmente desgajado de la vida real, la idea de esta historia no les resultará ajena.
¿Puede ser la clave de todos nuestros problemas concebir la realidad como un mundo animado donde todo puede ser lo que quieras y, aun más importante, todos pueden ser quienes quieran?
Difícil pregunta en un mundo donde todos queremos trascender.

Realidad, acaso habrá algo que no toques y no se transforme en sueños rotos.
De la eterna lucha entre lo imaginado, el sueño, y la realidad, no necesariamente decepcionante pero sí "desgastada", habla 'El Congreso'.
No le da miedo coger conceptos ridículos o increíblemente extraños porque va a muerte con la idea que quiere defender, la de que cada vez vamos perdiendo más pie con la realidad, y nos resignamos a ello como si fuera tan natural como comer y dormir.

A los actores ya se les puede pagar por una imagen eterna, y no volver a aguantar sus quejas, sus contratos incumplidos, sus desplantes, sus interpretaciones desganadas... todo un dilema moral que se vende a golpe de contrato y triste avance de los tiempos.
Hay dos partes muy diferenciadas en esto: la "fantasización" del individuo (convertirlo en algo imperecedero), y cómo este puede vivir en su propia fantasía (cuando ya todo es imperecedero y, por lo tanto, nada lo es realmente); las dos separadas por un maravilloso monólogo de Harvey Keitel que se queda como último refugio de todo lo que es verdadero y sincero.
Ante esto, se pueden dar las gracias de contar con Robin Wright como ella misma, aceptando todas sus fallas reales y ficcionadas, con el magnetismo de quien se sabe alabada, pero no necesariamente apreciada. Ari Folman la ha estudiado, y le dedica este filme a ella. Suyo es el primer plano y el último, y entre ambos cabe la diferencia de quien ha aprendido a trascender, a su manera.
Su viaje no solo se queda en crítica al entretenimiento multiplataforma, una red incierta y cambiante, con miles de caras que no dejan de ser personas, seres de carne y hueso, sino en la revelación de que el consumismo masivo existe para intoxicarnos y no pensar en nosotros mismos, en nuestra horrible, terrible mortalidad.
Siempre será mejor soñar ausentemente con otros cuerpos, otras vidas, otros mundos, vendidos a golpe de discurso enfervorecido en el Congreso de Futurología, como si del último regalo divino se tratara.

Lo que se ha perdido haciendo del planeta un lugar privado de diferencias es precisamente nuestro bien más preciado: identidad.
Y con ella, todas esas pequeñas emociones y detalles que realmente nos hacían felices, y nos podían hacer felices el día de mañana.

Esta es una historia surrealista, hermosa, y en última instancia, triste.
Tan solo porque embriagarse de sueños puede sentar mal en la resaca con la realidad.
Charles
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