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España España · Madrid
Voto de Charles:
6
Drama Al final de la Primera Guerra Mundial, el autor de libros infantiles A. A. Milne (Domhnall Gleeson) crea el mundo mágico de Winnie the Pooh. Pero el éxito internacional de los libros pasará factura al autor, a su hijo pequeño Christopher Robin (Will Tilston) y a su esposa Daphne (Margot Robbie). Todos los miembros de la familia se verán arrollados por el éxito internacional de los libros. (FILMAFFINITY)
26 de enero de 2018
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando creciera, Christopher Robin olvidaría a Winnie the Pooh.
Es una revelación tan dura, pero tan obvia, que no podía negarse como el inevitable final del patio de la infancia.
Y cuando alguien se da cuenta de ese trasfondo en la aparentemente inocente creación de Alan Milne, ya es incapaz de ver únicamente a un oso glotón y sus amigos animales corriendo plácidas aventuras entre los árboles.

‘Goodbye Christopher Robin’ recoge esa corriente agridulce que latía bajo el Bosque de los Cien Acres, y la convierte en el relato de un difícil entendimiento entre generaciones: la que venía de una Gran Guerra que había castigado la moral del mundo, y la inmediatamente posterior, demasiado inocente como para comprender lo que había pasado.
Alan Milne regresa a una Inglaterra que no reconoce, una donde las fiestas de sociedad pretenden enterrar la culpabilidad de hombres que ayer mismo se encontraban en el barro del frente, y no puede soportar que todos, con su propia esposa Daphne a la cabeza, hayan hecho un ejercicio de negación tan deshumanizado.
Parecería que el combate nunca pasó, que lo horrendo sólo se puede borrar siendo aún mas horrendo, negándose reflexionar sobre lo que atormenta pero, entonces, ¿nunca sucedieron esas pesadillas de compañeros caídos y balas silbando en madrugadas eternas?

Alan no encuentra descanso, y su armadura de ignorancia es demasiado fina: duelen más los comentarios pidiendo que olvide, más que cualquier herida de arma.
No extraña entonces su exilio para, en sus propias palabras, “escribir sobre la guerra”, aún a pesar de que su familia le siga, siendo parte de ese estorbo de humanidad que ya no puede soportar más: da la sensación de que su mujer e hijo son extraños, nunca conocidos, porque pertenecen a un mundo que dejó de existir.
Pero entonces es ahí, en una casa en medio del campo, entre un bosque infinito, entre medias verdades y preguntas infantiles, que su hijo Christopher imagina un oso, y Alan elige creer en él, dando forma tangible a su fantasía, o sustento adulto a lo que no deja de ser el amigo imaginario de un crío.

El juego no avanza en un solo sentido: Alan no deja de escribir “sobre la guerra”, o más bien escribe sobre todo lo que la guerra había perdido, y su hijo empieza a reconocer un padre que también había perdido.
En ese Bosque de Cien Acres, Winnie the Pooh es solo el anfitrión de felices reencuentros, que les llevan a un lugar largo tiempo olvidado, ese que no debería dejar de existir, y en algún momento de nuestra madurez abandonamos.
En el fondo, no deja de haber una nota irónica en el conjunto: allá en Londres, todos fingían que el gran terror nunca existió, y Alan junto a su hijo utiliza ese gran poder, de hacer realidad lo que no existe, para conjurar animales de peluche a comer en su mesa todos los días.

Sin embargo, la fantasía se vuelve amarga al primer término de la realidad, al primer “pensaba que sólo nos divertíamos, papá” que Alan responde de manera distraída, diciendo que también está trabajando para publicar su primer libro.
Antes de que se pueda dar cuenta, Alan ha vestido a su hijo con uniforme y le ha mandado a otra guerra, una que guarda tanta ferocidad como la que vivió él: la de un público hambriento de buenas y nuevas sensaciones, encarnadas en un oso comemiel que les recuerda la infancia que dejaron atrás.
Y, sin quererlo, Alan empieza a robarle a su hijo la fantasía que ambos construyeron, cuando la recrea en colores chillones de juguetería, sin una pizca de magia original, y los flashes de las cámaras solo buscan al “verdadero Christopher Robin”.

Queda claro, entre el ruido de la fama, que Alan y Christopher nunca se comprendieron realmente.
Sólo se encontraron en el Bosque de los Cien Acres, como iguales, compañeros de juegos, que venían a curar sus afectos heridos, y no se dieron cuenta de lo poco frecuente que es eso hasta que ya no jugaron más.
Un “lo siento” no borra esa decepción, el tiempo tampoco: hay que aprender a vivir con ella, como con el hecho de que Christopher Robin se hará mayor, y Winnie the Pooh no volverá a verle.

Aunque aún queda la esperanza, o el buen recuerdo, de pensar que los juegos entre un muchacho y su padre curaron un mundo triste, la mayoría de las veces herido, dando un hogar a quiénes no tenían uno al que regresar.

Y, en verdad, ese Bosque de los Cien Acres para nadie es igual.
Alan y Christopher tenían el suyo propio, después de todo, el que nunca podrán borrar y al que, por supuesto, siempre podrán regresar.
Charles
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