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España España · Madrid
Voto de Charles:
7
Drama. Aventuras. Bélico Cuando, en diciembre de 1941, el ejército japonés ocupa Shanghai, la privilegiada vida de James Graham, un niño inglés de clase alta, toca a su fin. Es separado de sus padres y confinado en un campo de concentración próximo a un aeropuerto militar chino. En un ambiente dominado por la tristeza y la miseria se verá obligado a madurar prematuramente, y eso condicionará su visión del mundo. (FILMAFFINITY)
29 de noviembre de 2016
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al principio de esta solemne, curiosa y en cierto sentido nostálgica película se ven varios ataúdes tirados directamente al mar, siendo aplastados por barcos que ni reparan en ellos ni cuidan de apartarse de su camino.
Parece algún tipo de tradición, una que está ampliamente extendida en Shanghai, pero la cual sería difícil de comprender para cualquier extranjero como somos nosotros: los japoneses sencillamente lo conciben como otro paso de su cultura, aunque a nosotros nos parezca extraño.

No será la primera ni la última vez que veamos algo parecido, pues a partir de entonces la historia nos mete en los ojos de Jim, un acomodado hijo de británicos que vive una existencia apacible rodeado de lujos, cumpliendo con sus tareas, fascinado por los aviones que pasan cada día sobre sus cabezas.
En un primer momento, se puede antojar tierno su desconocimiento: él todos los días se asoma a la ventana de su cochazo para ver al viejo tullido de la esquina, evidentemente curioso de su condición, pero totalmente ignorante de sus circunstancias.
Para él, toda la miseria y represión que vive lejos del jardín de su mansión es tan inofensiva como un juego, y se olvida tan pronto como pedalea con su bicicleta alrededor de su piscina. Sería fácil hacerle indirectamente culpable de la situación nacional, pero es cuando le vemos jugando con aviones de juguete cuando nos damos cuenta de que él no es culpable de nada: él solo mantiene la inocencia típica de un niño de su edad, ajeno a guerras y situaciones políticas.

Una prueba de eso es la surrealista imagen de Jim disfrazado de Simbad frente a un pelotón japonés que vela por la seguridad del país: una pequeña muestra de lo fácil que es quitar importancia a los deseos de un niño cuando la estabilidad nacional pende de un hilo, y la primera vez que Jim parece absurdamente minúsculo frente a japoneses que parecían estar siempre a su servicio.
Poco después, incluso habiendo estallado la guerra, Spielberg no deja que abandonemos su mirada, pues la Historia sigue pasando desapercibida a sus ojos, escupida por radios y comentada por soldados, mientras él solo sabe que ha perdido a sus padres.
Resulta desgarrador ver como para un niño no existe la posibilidad de que sus padres hayan muerto, sino la libertad de ir por la casa en bicicleta hasta que ellos lleguen. Eso también es inocencia, y podría argumentarse que su existencia permite que la desesperación no asome su fea cabeza: sin comida ni agua, sin servidumbre, Jim sigue pasando el rato jugando con aviones o cenando en el comedor, como si nada hubiera pasado.

Más tarde, seguirá teniendo esa actitud en el campamento de refugiados al que es enviado, quizás algo consciente de que tiene más posibilidades de sobrevivir si le cae bien a todos que si se deja llevar por impulsos infantiles: la primera piedra de una madurez que insiste en asomarse, pero que él no está preparado para aceptar.
Allí, entre pequeñas muestras de crueldad y creyendo tener una falsa vida acomodada, será por primera vez consciente de lo asquerosos que pueden ser los adultos que le rodean, los que supuestamente tienen la verdad absoluta, cuando de engañar o traicionar al prójimo se trata.
De igual manera, no será el golpe que acabe de hacerle madurar, pero sí el que le hará más consciente de cómo aprovechar las miserias circundantes para beneficio propio (incluso, esa enseñanza viene acompañada por la consciencia de no ser más que un niño: "no pude hacer nada, eran más grandes que yo").

Será ya al final de su odisea cuándo se dé cuenta de lo inútil que es seguir siendo un niño: cuando vea los objetos que cimentaron su infancia, terriblemente ajenos, o cuando la esperanza de haber enviado un alma al cielo no sea más que el repentino brillo de una bomba atómica.
En ese momento, la madurez se cobra su precio, en forma de horrible autoconsciencia, incapaz de aportar otra cosa que no sea nostalgia por lo perdido y dolor por lo encontrado. Convirtiendo a Jim, por fin, en adulto, al precio de aplastar la última ilusión tontamente infantil con la que se ha encontrado.

Al final, a la mirada infantil le sustituye otra, más vacía pero más experimentada, una que no tiene reparo en abandonar la maleta con las cuatro cosas que un niño consideraba imprescindibles. Allá se queda esa maleta, flotando mansamente en la corriente, como uno de los ataúdes del principio.
Quizás madurar implica, tristemente, dejar morir el niño que fuimos.
Charles
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