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España España · Madrid
Voto de Charles:
7
Drama Kanji Watanabe es un viejo funcionario público que arrastra una vida monótona y gris, sin hacer prácticamente nada. Sin embargo, no es consciente del vacío de su existencia hasta que un día le diagnostican un cáncer incurable. Con la certeza de que el fin de sus días se acerca, surge en él la necesidad de buscarle un sentido a la vida. (FILMAFFINITY)
1 de octubre de 2018
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Este relato se abre como una fábula urbana.
Con un narrador que saca poesía de la nada, con un protagonista que de la rutina no sabía que se ahogaba.
Tal vez con eso Akira Kurosawa pretendía mostrar cómo lo más hermoso puede surgir de la combinación de momento y casualidad.

Porque eso no deja en ningún momento de ser el tema central de 'Ikiru (Vivir)'.
El gris oficinista Kanji Watanabe se marchita, día tras día, escuchando quejas que no van con él, pensando que el tiempo que tiene por delante no es nada de lo que tenga que preocuparse.
Como si la vida o la muerte fueran conceptos abstractos, distracciones naturales que hemos extirpado de la existencia más funcional y bien encajada: uno se ocupa de sus responsabilidades, y Watanabe siente que eso cuenta como seguir adelante.

Todo hasta que un diagnóstico médico le arranque de la apatía general, y le diga con palabras amables "tu vida va a terminar, sin que hayas hecho nada por celebrarla".
Algo que sorprende, y es bienvenido en su travesía, es esa natural consecuencia de que su rutina le ha dejado poco tiempo para forjarse un carácter que no sea el de mudo observador, y ni siquiera la sombra de muerte puede arrancarle de ser un triste borracho cantarín en el club más animado.
La revelación viene tarde, y a trompicones, de que no va a disfrutar sus últimos días siendo el Dante de un bohemio Virgilio, bajando a los infiernos de pecados que nunca quiso.

Incluso, como en miles de relatos parecidos, el pobre diablo piensa que se ha enamorado, solo porque la proximidad de la alegría nos hace desear un corazón que no esté tan viejo y ajado.
Esos objetos de su casa, de la infancia de su hijo, fósiles de otra época en la que empezó a romperse la maravilla de su hogar compartido, le hacen buscar un alma que le enorgullezca de estar a su vera cuando muera.
Una persona que le haga olvidar que fue una "momia" para sus compañeros de trabajo, y un padre al que le costó estar orgulloso cuando su hijo lo necesitaba.

Al final, sin embargo, la redención no viene por precipitarse a algo que se quiere, sino por esperar.
Permanecer por los que no pueden, haciendo valer cada minuto que se cobra el reloj, porque todo el mundo olvida y esta existencia encajonada no nos dejará recordar lo que vale la pena.
Al contrario que los demás, Kanji Watanabe, en su hora final, encuentra una heroicidad mundana por la que hacerse perdurar: "no tengo la clase de tiempo para odiar" dice, despertando la duda de si nosotros lo tenemos o deberíamos permitir que exista.

De repente, de manera sencilla, nos damos cuenta del invierno perpetuo que prolongan los demás sobre si mismos, clamando que están atados de pies y manos, pero ganando ánimo de cambiar cuando ven a alguien que viene de la primavera.
Lo bello, la gran ironía, la desgracia si se quiere, es que nadie se da cuenta de que no nieva, ni fuera ni dentro, hasta que le recuerdan que llegará un momento en que ni sienta el frío en el cuerpo.

Razón más que suficiente para buscar la luz, y proyectarla sobre otros por mucho que cueste.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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