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España España · Madrid
Voto de Charles:
6
Fantástico. Comedia En un inmenso descampado, se alza un viejo edificio habitado por personas de costumbres más bien extrañas que sólo tiene una preocupación: alimentarse. El propietario es un peculiar carnicero que tiene su establecimiento en los bajos del bloque. Allí llega un nuevo inquilino que trabaja en el circo y que alterará la vida de la excéntrica comunidad que lo habita. (FILMAFFINITY)
20 de diciembre de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El género post-apocalíptico tiene la rara cualidad, en sus mejores ejemplos, de funcionar como metáfora de dilemas cotidianos, expuestos en situaciones extremas.
Están las invasiones zombies que hablan de comunicación, las infecciones víricas que hablan de nuestra solidaridad, quizás alguna que otra guerra nuclear que cuenta nuestra capacidad de adaptación…
Y luego están Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro, hablando de lo más inmediatamente próximo: un bloque de pisos, donde conviven todos los vecinos.

‘Delicatessen’, encuadrando una situación cotidiana en pleno fin del mundo consigue algo muy especial: pasar por encima de los tópicos del género, y utilizar la comedia aberrante para criticar nuestra absurda manera de coexistir en un entorno donde nos esforzamos en sobrevivir (donde "todo vale" y… no vale todo a la hora de seguir viviendo).
La deliberadamente lenta revelación del intríngulis argumental permite que nos alcance la atmósfera antes que cualquier otra cosa: un edificio taciturno, ceniciento, ruinoso, ranciamente iluminado, poblado por habitantes pringosos, sudorosos, pobremente contrahechos y ansiosos, que cuando no se abalanzan sobre las últimas migajas del papeo se sacan constantemente de quicio, porque no les queda otra cosa que hacer.
Como se demuestra en la escena más ingeniosa, en la que el carnicero Clapet corona con un exasperado orgasmo toda la frenética frustración de los inquilinos que gobierna, se trata de una sinfonía descacharrante que ha logrado su propia armonía en el más absoluto caos.

Pero no todo es privación aquí, como nos acaban enseñando Louison y Julie.
El primero, nuevo y motivado inquilino, pronto se acostumbra a la vileza general del inmueble, pero es cuando la conoce a ella que piensa “por fin, alguien a quien saludas y te saluda de vuelta”.
Su sencillo romance guarda el encanto de las cosas pequeñas: algo bonito que busca agradar, que da calor y reconforta en pleno corazón de una jungla donde todos roban antes de preguntar, o te quieren sacar los ojos porque ya has pasado a ser otra boca que alimentar.
Julie se quita las gafas porque quiere causar buena impresión, y en ese acto sencillo de ella tratando de adivinar dónde está cada cosa porque está ciega como un topo late la tierna inocencia de una persona que todavía no se ha dejado contaminar por su vecindario, totalmente complementaria a un Louison siempre dispuesto a escucharla mientras toca el serrucho musical, componiendo el excéntrico pero relajante sonido que enmarca su relación.
Nadie nos dijo que el fin del mundo, con la persona adecuada, se podría olvidar.

Pero para recordarnos que el futuro sigue siendo mierda, el resto de vecinos le siguen guardando al nuevo un macabro destino, que se cuaja en los rellanos cuando nadie escucha, o se maquina en las sombras de una carnicería nunca vista como simple tienda, sino como siniestra espada de Damocles que pende sobre todos los que acuden a ella.
En la subversión del género, Jeunet y Caro llegan a otra cosa: a la identificación de lugares comunes como temibles muestras de crueldad e indiferencia para con los semejantes, y es lo raro, lo extraño, lo directamente antinatural, la nueva “normalidad” que no pide depredar de otros para ser feliz
Vive y deja vivir, un mensaje que se podría trasladar a cualquier comunidad de vecinos, sea del futuro apocalíptico o de esta misma actualidad.

Aunque, como siempre vamos a pasar de ese tema (nos encanta demasiado meternos en la vida de otros, molestarles, aprovechar sus debilidades), ambos directores no pierden la oportunidad de ir más allá y convertir esto en una batalla campal en la que, de verdad, acabas ganando cuando dejas a los demás en paz.
“¿Se me ha clavado algo, no?” queda como la frase cima del absurdo superviviente, tratando de aparentar esa normalidad en la que nadie va a reconocer que se ha pasado de frenada, porque nos puede el llevarnos bien con los vecinos, aunque siempre les esperemos en el pasillo, cuchillo en ristre.

Pero en el fondo da igual, porque se sigue pudiendo armonizar el sonido de una viola con un serrucho musical.
Una armonía preferible a aquella otra que gobernaba la comunidad.
Charles
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