Henry Hathaway se lo debió pasar en grande filmando "La rosa negra", una película en la que manda a su protagonista desde su Inglaterra natal a China. Se detendrá en Oriente Medio para conocer a Orson Welles, que no es poca cosa, y de salto en salto y de la mano de su colega el mejor arquero del planeta irán avanzando en un exótico camino de perfección personal. Ellos no van a dejar de ser cristianos y allá donde estén tienen claro quiénes son los paganos, de la misma manera que queda claro que los sajones (y esto, efectivamente es una lección de Historia) odiaron a muerte a los normandos, que consideraban invasores de Inglaterra y enemigo irreconciliable.

Lástima que "La rosa negra" se dedique a abarcar tantas cosas y que se olvide de la acción, Tyrone Power merecía más movimiento. El caso es que mi principal queja es que ya puestos a mandar al otro confín al protagonista no hubiera sido mala idea haberlo dotado del virtuosismo físico que, por poner un ejemplo, un Lancaster no habría tardado ni media escena en exhibir. No es que eche de menos a Lancaster el de la dentadura perfecta, a mí Tyrone Power me parece un pedazo de actor, pero creo que "La rosa negra" es más una película contemplativa, hecha para disfrutar de esos camellos, de los paisajes de Mongolia, de un vestuario excepcional y de muchas otras cosas. Y en este sentido, creo que se pierden bastantes minutos.

No es mala película, está hecha con oficio, y desde luego no seré yo el único que elogie a Hathaway, un director que sabía hacer muy bien su trabajo. Pero al volver a Inglaterra de un viaje que debió durar bastantes años, justamente al final cuando vemos ese reencuentro con el rey normando, entonces echo de menos una mala leche que sólo he visto en el personaje de Welles.